Arcilla (David Calvo, finalista en el I Certamen de Relato Histórico “Heródoto de Halicarnaso”)





                                        ARCILLA                                          

 

Esta es  la historia de una perra llamada Arcilla y de cómo llegó a ser inmortal.

Pero mucho antes de que eso ocurra, Arcilla dormita junto a la pequeña y gastada estatua de Hermes que preside el comedor de la casa. Por alguna razón, quizás por la presencia del dios, es el único lugar donde el verano ateniense, con su aire ardiente como el aliento de un horno, es casi soportable.
Arcilla agradece esa breve misericordia que consigue del calor, ya no es una perra joven, y sus cansados huesos tratan de aprovechar cada pequeña ventaja que puedan encontrar en su camino. Hace unos días, tuvo una breve refriega cerca de la puerta Diomea con otro perro, más joven, más pesado, que la tumbó con insultante facilidad. Desde entonces, su cadera se ha desviado hacia la derecha y apenas puede caminar sin que la mordedura del dolor la acompañe. Por el contrario, y porque los dioses a veces son generosos, su olfato y su oído siguen siendo tan agudos, tan certeros y valiosos como hace años, sino mejores. Y son ese oído, ese olfato, los que la despiertan, informándole que hay un cambio en el aire encerrado dentro la casa, una leve perturbación que merece la pena ser investigada. Arcilla parpadea una, dos veces, mueve una oreja y con un quejido, apenas un murmullo sordo mascullado entre sus colmillos, se incorpora y, renqueante, recorre el comedor hasta llegar al pasillo. Se detiene y durante un instante se orienta hacia la perturbación que ha provocado el fin de su sueño. Restregándose en la pared, se acerca hasta sala porticada y allí, se sienta, bosteza y contempla la escena que se desarrolla ante ella. Sentado en un pequeño taburete de tres pies, está Etéocles, el pintor, el maestro de artistas. Su cabello oscuro, del que tan orgulloso se sentía porque el tiempo no había sido capaz de mancillarlo, está cortado en gruesas guedejas, extendido en el suelo, cubriendo sus pies como un manto. A su espalda, un esclavo de confianza aún sujeta con manos temblorosas las tijeras mientras se cubre el rostro con el borde de su túnica para ocultar las lágrimas que manchan sus mejillas. Etéocles suspira y sujeta con fuerza la lanza que descansa entre sus manos. La madera recién encerada posee un olor intenso que le resulta reconfortante. Sus ojos, velados por una tormenta de presentimientos, siguen los movimientos de su hijo Timón mientras se ajusta su armadura de lino, abrochando las hombreras a los pernos del peto con dedos seguros y expertos, su expresión es severa, concentrada en la labor que realiza. Con un gesto, Etéocles llama a su nieto, un niño de tres años llamado Hemón que acude a su lado, con una mano le acaricia el pelo rizado  y espeso y le susurra unas palabras que hacen sonreír al pequeño. Al verlos juntos, Timón tiene una leve duda, si no saliera por la puerta, si se quedara en casa con ellos, si se olvidara de todo ¿sería en verdad la vergüenza tan insoportable como dicen? Pero mientras está resolviendo ese dilema, su cuerpo actúa por costumbres adquiridas y se cuelga el pesado escudo al hombro junto a la bolsa de provisiones que ha preparado el esclavo, se echa el casco sobre las sienes y, sin decir nada, coge la lanza que su padre le tiende con cierto reparo. No hay palabras de despedida entre ellos, no hay necesidad de ellas. Timón mira a su hijo, abrazado a las rodillas de Etéocles, es una imagen que quiere conservar consigo. Junto a la puerta, espera Mélide. Timón le pasa una mano por la nuca y acaricia el suave vello que se extiende por la piel hasta el comienzo de la espalda. Del exterior, llega una algarabía de  gritos de hombres, de las lanzas golpeando el suelo, de cientos de pasos dirigiéndose al ágora. Con un suspiro, se aparta de ella y sale por la puerta sin mirar atrás.
Las calles de Atenas son un hervidero de hoplitas y esclavos, sus voces se mezclan en una cacofonía de rumores y promesas. Del interior de las casas, los lamentos de las mujeres y los ancianos atraviesan las delgadas paredes de adobe y se extienden por la ciudad como un palio de pesar hasta concentrarse en único grito de dolor. Timón camina mirando el suelo, algunos conocidos le palmean el hombro y le informan de las últimas noticias. Todos dicen que los medos ya han desembarcado, otros que avanzan hacia la ciudad, algunos incluso le cuentan que si sube a las murallas podrá ver su caballería a punto de llegar a las puertas. Timón escupe a un lado, de repente tiene un sabor agrio en la boca. Apoyándose en una pared, echa un trago de su cantimplora. Entonces ve a Arcilla que, con paso lento, renqueante, avanza entre un bosque de piernas y lanzas. Cuando llega a su lado, se sienta y lo mira con sus ojos castaños. Timón se guarda la cantimplora. "No deberías estar aquí", le dice mientras acaricia su pelo gris. Pero cuando le va a dar la orden de volver a casa un nudo se crea en su garganta y se siente incapaz de separarse de ella. "Vamos, Arcilla, nos están esperando".
En el ágora, hay una decena de hombres voceando el nombre de las tribus de Atenas. Erectea, Antioquea, Enea, gritan. Los hoplitas se agrupan en la plaza, formando filas. Timón se coloca junto a sus vecinos de la tribu Leóntida. Y entonces se da cuenta de que Arcilla ha desaparecido. Grita su nombre, mientras se incorpora sobre los dedos de los pies tratando de vislumbrar su pequeño cuerpo y entonces, la ve, tumbada boca arriba junto a un hoplita que le está rascando el suave pelaje de la tripa. Reconoce el escudo. Lo pintó él mismo, hace muchos años. Un Heracles, armado con un bastón, corriendo sobre un campo encharcado. Se acerca por detrás, en silencio,  el hoplita está acariciando la garganta de Arcilla, absorto y no se percata de su presencia hasta que Timón susurra su nombre. Paneno.
 Hace años, doce para ser exactos, cinco cachorros fueron metidos en un saco con piedras y ahogados en la corriente del río Erídano. El pastor que los había arrojado se quedó contemplando como la saca se hundía lentamente, arrastrada por el peso de las piedras, mientras la camada gritaba y gruñía desesperada. Pronto dejó de oírse la algarabía y sólo quedo el sonido del agua. El pastor escupió un trozo de nuez que había estado masticando y entonó una melodía que había aprendido de joven agradeciendo la generosidad  del dios del río por aceptar su ofrenda. Entonces, cuando dejó de cantar, oyó un gemido a su derecha. Entre unas cañas un cachorro lleno de barro gemía desesperado con sus ojos aún entrecerrados y sus patas ensangrentadas. El pastor lo cogió entre sus brazos. No sin cierto reparo, admiró su afán de supervivencia y, encogiéndose de hombros, sostuvo su pequeña cabecita con una mano dispuesto a girarla rápida e indoloramente.
-¿Qué haces? -preguntó una voz.
El pastor se volvió. Había dos jóvenes vestidos con la túnica blanca y el sombrero de ala ancha de los efebos, portaban dos  palos de madera de fresno, seguramente eran reclutas haciendo guardia  en los montes que rodean Atenas, niños jugando a ser hombres. El pastor sonrió y contestó:
-Arreglando los errores de una perra demasiado fértil, supongo.
-Has matado a una camada de cachorros, afirmó el más alto de los jóvenes.
-No necesito a más de dos, los más fuertes, el resto solo serían una molestia.

-¿Y el que tienes ahí?

-Supongo que ha escapado. No pasa nada. Seguid vuestro camino, seguro que tenéis cosas mejores que hacer.
-Te lo compro -dijo el que no había hablado hasta entonces y buscando en el interior de su boca sacó medio óbolo.

El pastor miró primero la moneda que se le ofrecía,  después dirigió su atención a los efebos, calibrando su valía, se les veía tan seguros de si mismos, con sus miembros aún jóvenes y fuertes, tan orgullosos, tan soberbios en su juventud.  Algo amargo subió por la garganta del pastor y lo escupió en forma de palabras.
-No está en venta, niño,, guárdate tu dinero.
-Pero si no lo quieres…

-No está en venta.
-¿Lo quieres de verdad, Timón? -dijo el joven más alto a su compañero-. Pues empieza a correr.

Y con un gesto, giró su bastón golpeando la mandíbula del pastor. Dientes y sangre manaron de sus labios rotos mientras caía entre los helechos que crecían en la orilla del río   escupiendo trozos de encías. Sus ojos, invadidos por lágrimas de dolor, vieron cómo el joven cogía al cachorro y corría tras su compañero, alcanzándolo con facilidad mientras le lanzaba el cachorro sin detenerse. Timón lo agarró en el aire y Paneno soltó una carcajada mientras le decía, cuidado no te manches la túnica, está lleno de barro, -pero no te quedes ahí parado Timón, corre, corre, corre….

¡Corred, ahora, corred!, la orden se extiende por toda la línea, cada hombre la grita al que está a su derecha y una enorme criatura de metal y carne se pone en movimiento cuando los hoplitas aprietan el paso. Paneno puede ver la línea persa, allí, a menos de cuatro estadios, una pequeña carrera, sólo eso, ha corrido distancias mayores, sabe que puede hacerlo, musita una breve oración a Hermes mientras calcula en cuántas ocasiones podrán los arqueros persas lanzar sus flechas antes de que lleguen hasta ellos, dos veces, quizás tres si son rápidos. Y entonces, mientras sus piernas aún se están poniendo en movimiento, el sonido de millares de flechas se impone a las gargantas atenienses y caen sobre ellos como una oscura nube de metal y dolor. Dentro de unos años,  esos hoplitas serán conocidos como los veteranos de Maratón, la vieja guardia, conservadores de las orgullosas tradiciones de la patria, celosos vigilantes de las costumbres de los ancestros, ancianos cubiertos de cicatrices que aburren a los efebos en los gimnasios y en los dormitorios con historias de los buenos viejos tiempos, historias sobre el valor, la disciplina, el amor a la tierra, en definitiva sobre hacer lo correcto. Pero aquí y ahora, cuando las flechas los golpean en sus petos y cascos, hundiéndose en la carne, casi todos pierden el control de sus esfínteres y una orina, espesa y agria, cae por sus muslos sudorosos dejando un reguero acre a su paso, embarrando el suelo que hollan con sus pies descalzos. Los heridos, con los astiles de las flechas brotando de su carne como flores de pánico, gritan llamando a sus madres, al amigo que pasa a su lado sin detenerse. Otra oleada de flechas, casi seguida a la primera,  cae de nuevo sobre los hoplitas, y estos, notan que algo oscuro se agita en su interior deseando salir, miran a la línea persa, con los ojos nublados por el sudor que se derrama desde su frente, aprietan los dientes y piensan en los arqueros, protegidos tras  un muro de lanzas y escudos de mimbre y compadecen a esos pobres bastardos, oh, claro que lo hacen, porque van a pasar por encima de ellos, van a destrozarlos y devorar sus huesos. Paneno está ya tan cerca de los persas que puede ver sus gorros de cinco puntas, sus ropajes de colores y, durante un instante, no puede evitar imaginar cómo los hubiera pintado en otra vida, ya olvidada. Ahora, con la última oleada de flechas cayendo ya sin fuerza sobre él, con una bocanada más de aliento que impulse sus piernas, aprieta el paso, se cubre con el escudo, grita ¡Ελελευ! ¡Ελελευ!  y sujeta con fuerza su lanza.

-El secreto está en coger con fuerza el pincel, -le dice Etéocles-  pero los trazos tienen que  ser suaves, sin forzarlos. Mira a Arcilla, detente en ella, en cómo están distribuidas las líneas y las curvas de su silueta, así, ahora su pelo, las sombras se distribuyen de arriba abajo, a la izquierda y a la derecha, muy bien Paneno, eso es, tienes muy buenas maneras.

 Paneno se detiene durante un momento para contemplar a la Arcilla de su tabla y después la compara con la Arcilla real y, pese a las palabras de Etéocles, sabe que todo está mal.

 Su dibujo no es perfecto y debe serlo. Por el rabillo del ojo, observa cómo Timón mueve su pincel con soltura, llenando el blanco con una figura llena de vida, más real, más hermosa que la Arcilla que bosteza, hastiada de estar sentada durante tanto tiempo sin hacer nada cuando podría estar persiguiendo cualquier cosa que se moviera. Etéocles suspira, consciente de la pérdida de atención de Paneno.

-Concéntrate en tu dibujo, le dice, lo estabas haciendo muy bien.

-No tan bien como él -le contesta con un gruñido el joven- hace que todo parezca tan fácil.
Etéocles coge el pincel de Paneno y corrige algunos trazos.

-¿Crees que yo nací sabiendo dibujar? Por supuesto que el talento cuenta y que Timón lo tiene, sin duda alguna,  pero antes que todo, pintar es una técnica como cualquier otra, hay que ser constante, trabajar hasta que los dedos te sangren, y aún así nadie puede asegurarte que te convertirás en un gran artista si tú no lo eres ya dentro de tu cabeza, si no lo sabe tu corazón. Esa es la gran diferencia, la voluntad. Pero dime una cosa, si no llegaras a ser tan bueno como Timón ¿sería eso tan grave? Sois amigos, su éxito también será el tuyo.


Habían estado tres días vigilando a los persas, cubriendo el camino que llevaba a Atenas, esperando a los espartanos. No había prisa, el tiempo corría a su favor, mientras el ejército persa gastaba sus provisiones sin moverse. Hasta esa mañana, cuando los persas comenzaron a embarcar a su caballería en los barcos que fondeaban en la bahía. Los atenienses contemplaron cómo se desarrollaba la operación murmurando, pensaban que se tenía que hacer algo, miraban a sus strategos, reunidos en un círculo, los veían discutir, agitando sus manos, negando con las cabezas. Milciades le gritaba a Calímaco mientras lo retenía sujetando su brazo. Calímaco asintió y dirigiéndose al resto de oficiales les dio la orden. Va a haber movimiento, dijo alguien al ver cómo terminaba ese pequeño drama. Los persas habían cometido un error, dividiendo su ejército delante de su enemigo, prescindiendo de su caballería al embarcarla en primer lugar perdiendo así su mayor ventaja sobre el ejército ático. Calímaco había pensado que tendrían el tiempo suficiente para entablar combate con lo que quedaba de los persas en tierra y después volver a Atenas para su defensa, antes de que llegaran los barcos de los invasores. Dispuso su línea de batalla aligerando las filas del centro que de ocho pasaron a cuatro mientras las alas permanecían intactas en su número. Pensaba, quizás, que aunque perdiera el centro las alas aguantarían y no les cercarían lo que era su mayor temor, una batalla de aniquilamiento que dejara a Atenas indefensa. Allí estaban todos los hombres útiles de Atenas, casi diez mil, eran el verdadero muro de la ciudad, si perdía el ejercito lo perderían todo. La tribu de Timón formaba parte del débil centro ateniense, sufrió la oleada de flechas como el resto del ejército y llegó hasta la línea persa. Allí los esperaba la élite de la infantería del Rey de Reyes y pese al ímpetu de la carrera, el impacto contra los persas fue menor y pronto se encontraron retrocediendo lentamente ante el empuje de sus adversarios. Timón, situado en la tercera fila, empuja con su escudo al hombre que tiene delante, apoyando su ataque, mira a su derecha y ve que hay demasiados huecos, que las cimeras de los cascos griegos, ondulan y caen. El hombre que lo precede desparece en una explosión de sangre y un rostro barbado lo sustituye, abalanzándose sobre Timón. Por puro instinto, Timón levanta la lanza y clava la punta entre los ojos del persa. Nota un golpe seco cuando el metal penetra en el hueso astillándolo en un millar de pequeñas esquirlas. De un tirón, recupera su lanza y hace frente a otro cuerpo que se le echa encima con rapidez. Arcilla se abalanza sobre el persa y muerde con fuerza el tobillo cubierto por un pantalón  multicolor. El persa lanza un aullido de dolor y Timón lo atraviesa con su lanza. Arcilla presa de un instinto salvaje que simplemente no quiere retener, lanza dentelladas sin compasión, dejando a su paso un reguero de sangre y trozos de músculo y tela. Ahora, ya no hay dolor en su cadera ni sus huesos son viejos, sólo queda el deseo, oscuro y carmesí, de desgarrar la carne de sus presas y limpiarse el pelo con su sangre.  De repente, siente un tirón y algo la levanta en el aire. Un persa la ha agarrado de la piel del pellejo y, con su brazo extendido, se mantiene lejos del alcance de su boca. Con un grito de triunfo, el persa se gira hacia sus compatriotas y levanta su cuchillo curvo dispuesto a segar el cuello de ese animal salvaje y rabioso.  Arcilla no siente miedo, su hocico capta el olor del sudor del hombre, de la sangre que gotea del cuchillo, y enseña los dientes cuando la hoja cae sobre ella. El borde de un escudo golpea el rostro del persa, cae al suelo con su mandíbula deshecha por el impacto, su mano aún sujeta a Arcilla con unos dedos engarfiados por el dolor. Timón se pone sobre él, con las rodillas sobre el pecho del persa y deja caer su escudo una y otra vez: Suelta, ¡GOLPE!, a mí, ¡GOLPE!, perra ¡GOLPE!, hijo de puta. Los dedos del persa por fin se abren y Arcilla escapa de su presa. Los ojos del medo se mueven de un lado a otro, ciegos en su tormento, intentando comprender lo que ha pasado, con su rostro convertido en un amasijo de carne machacada. Timón se incorpora, escupe al persa y coge su cuchillo. Sabe que sigue allí, en Maratón, pero su mente está lejos, en Atenas,  en casa, puede ver a su padre y a su hijo, recordar cada línea de sus rostros, el sonido de su risa, el aire no le trae el olor de la sangre y la muerte, sino el del cabello de ella por la mañana, cuando el sol lo baña con su luz calentándolo lentamente, sus labios ya no están resecos, hay un ligero sabor a uva y miel. Está bien, susurra, todo está bien.  Y después carga contra el muro de escudos persa.
El taller de Paneno está situado cerca de la puerta que lleva al Cerámico. La noche es silenciosa, fría, llena de sombras que se mueven bajo la atenta mirada de los gatos callejeros.  Paneno está sentado con un pincel en las manos, su cara manchada de pintura, su pelo cubierto de un polvo espeso como la arena. El aire huele a cera caliente, a madera, a colores mezclados. Sus ojeras son profundas, sus ojos se han hundido como si hubieran excavado la carne, cavidades oscuras en los que se remueven inquietos. Con dedos tensos, temblorosos, se mesa la barba y contempla su obra. Lucha de amazonas y centauros. Cuerpos azulados moviéndose bajo un cielo carmesí, miembros ensangrentados entrelazados en combate,   imágenes de dolor y de deseo.  Es magnífica, dice Timón admirando cada detalle con detenimiento, sin duda es tu mejor obra. Paneno cierra los ojos, está demasiado cansado para contestar, lleva tres noches sin dormir y apenas ha probado bocado. Arcilla se enrosca entre sus piernas, buscando calor y él la acaricia distraídamente.

-¿Has terminado ya el tuyo? -le pregunta a Timón. Este afirma con la cabeza mientras recorre con un dedo el rostro de una amazona moribunda-.  A veces es tan difícil ser tu amigo -susurra Paneno. Timón  lo mira y Paneno continúa mientras arranca pintura seca del pincel-. He visto tu obra. Comparada con ella, esta es ridícula, una broma de mal gusto. Sé que no puedollegar a tu nivel, no importa lo que haga, no importa lo que me esfuerce. Ambos sabemos que no podré ganar el certamen si tú participas.
-No continúes, Paneno, no digas nada de lo que puedas arrepentirte.
-Sólo te estoy pidiendo un favor. Sólo esta vez. No te presentes.
-Sabes que no puedo hacer eso. Por mí y sobre todo por ti.
-Entonces, creo que deberías salir de mi casa.
Paneno no volvió a pintar nada más desde aquella noche. Timón no se presentó al certamen. El nombre del ganador se ha perdido en la niebla del tiempo.

Los barcos persas se dirigen hacia Atenas con los restos de su ejército. Y los vencedores, agotados tras la lucha, se ponen en marcha para volver a la ciudad antes de que los bárbaros puedan desembarcar de nuevo y asaltar las indefensas murallas de la polis. Los ciudadanos de las diezmadas tribus que han soportado el combate en el centro del dispositivo ateniense se quedan para cuidar de los heridos y rematar a los persas moribundos. El resto del ejército empieza a correr de nuevo, con los escudos colgando de los hombros, sus lanzas quebradas y los cascos mellados. Paneno se detiene para dar las gracias a Hermes y Atenea por haber sobrevivido y comienza la carrera. Tiene una herida de flecha en el muslo y un golpe en el brazo que sujeta el escudo. No puede seguir el ritmo de sus compañeros desde la playa y pronto queda rezagado, renqueante, tiene que pararse para tomar aire y entonces la ve, un pequeño cuerpo en mitad del campo de batalla. Se acerca a ella en silencio. Arcilla está sentada junto al cuerpo de Timón. Paneno se arrodilla a su lado y acaricia la cabeza de la perra. Su pelo está apelmazado, sucio y huele a sangre seca. Timón tiene media docena de heridas, sus ojos abiertos miran al cielo, endureciéndose al contacto del aire. Paneno coge su mano, su piel está fría y tiene los dedos rotos. Con cuidado los acerca a sus labios y los besa. Después, busca el escudo, con el toro pintado por Etéocles, y lo coloca sobre el cuerpo de su amigo. Arcilla se tumba junto a su amo, como ha hecho en tantas ocasiones y cierra los ojos. "¿No es así como deberíamos dormir? -le susurra Paneno, ¿acompañados por los amigos que nos aman?".
Dos días antes de la batalla. Paneno no puede dormir, como le sucede desde hace años y se está encargando de mantener la hoguera encendida. A su alrededor cientos de hombres dormitan, envueltos en sus mantos, con la cabeza sobre sus escudos, puede oír las pesadas respiraciones elevándose en la noche. No hay nubes en el cielo y las constelaciones brillan como si nada les importara. Intenta no pensar en la batalla que vendrá, en si morirá o no, si se comportará con valor o si será un cobarde. Con una rama dibuja figuras en la tierra hasta que se da cuenta de lo que está haciendo y las borra con el pie. Un hocico húmedo se posa en su mano. Los ojos de Arcilla reflejan las llamas y lo miran como si pudieran leer dentro de su alma y descubrir quién es en realidad. Timón se sienta a su lado, sin decir nada, coge la rama que sujetaba Paneno y la arroja a las llamas provocando una pequeña tormenta de chispas. Durante un rato no dicen nada. Lentamente, la luna se mueve en el cielo, Arcilla dormita entre Timón y Paneno, una mano le acaricia la cabeza, la otra el lomo y no puede decir cuál pertenece a uno y a otro. Sólo sabe que así deberían ser siempre las cosas. Entonces Timón se incorpora, se ajusta el manto sobre el cuerpo y dice “Nunca te di las gracias por aquel día, cuando encontramos a Arcilla. Ojala puedas perdonarme por ello” y se va perdiéndose entre las hogueras. Paneno se baja el sobrero sobre los ojos, no quiere que lo vean llorar y sólo espera que las llamas sequen sus mejillas antes de que amanezca.
Hoy es un día especial en Atenas.

Hoy se inaugura la Stoa Poikile y allí los ciudadanos de Atenas contemplan orgullosos su historia pasada y presente. Las pinturas son asombrosas, tan reales que parece que vayan a saltar de las tablas, héroes, dioses y ciudadanos todos juntos formando un único cuerpo perfecto, la ciudad de Atenas. Pero sobre todo los atenienses se detienen en la representación que han hecho de la batalla de maratón. Algunos de los mayores creen reconocerse en algunos de los hoplitas pintados que cargan contra los persas y con emoción hacen fila para estrechar la mano del pintor. Paneno espera paciente mientras todos lo felicitan. Respira hondo y sonríe mientras los veteranos de Maratón con ojos arrasados por las lágrimas lo abrazan. Todo Atenas, del rico al pobre, del libre al esclavo saludan su obra maestra. Pero hay dos figuras que destacan por encima de otras, puestas en el centro del cuadro, captando de inmediato la atención del observador. Un hoplita y su perro. Algunos de los veteranos recuerdan haberlos visto en la batalla y sonríen con complicidad, los que no saben quienes son le preguntan a Paneno. Son dos héroes de Atenas, contesta, no hace falta decir más.

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