Casi todos los días fantasea con la posibilidad de ser
entrevistado en un programa de televisión.
Tendría una duración de media hora, en horario de máxima audiencia, a las diez o diez y cuarto de la noche, más o menos, y lo presentaría Matías Prats o Iñaki Gabilondo, mejor este último si tuviera la posibilidad de elegir a su entrevistador. En un momento dado, Iñaki, mirándole fijamente a los ojos como sólo él sabe hacer, le preguntaría “¿Se considera usted un monstruo?”. Unos segundos de silencio para valorar una cuestión tan directa y, entonces, permitiría que una sonrisa, entre tímida y condescendiente, precediera a su respuesta. “Bueno, Iñaki, si he de ser sincero, y supongo que estamos aquí para eso, he de contestarte que no, no me considero un monstruo. Soy lo que soy, hago lo que debo hacer para sobrevivir. ¿Es acaso un monstruo, un tigre por ser un tigre?”. “¿Y no se siente culpable?”. “El tigre, Iñaki, el tigre”. Le gusta especialmente esa comparación con el tigre, es potente, muy gráfica. Le hace parecer fuerte y seguro de sí mismo. Por desgracia, la realidad es muy distinta de sus fantasías. En este mundo extraño que compartimos, aún le tiemblan las manos, se agitan de un lado a otro como si tuvieran vida propia y, aunque no lo quiera reconocer, lo cierto es que le gustaría esconderse en un rincón y echarse a llorar pero como considera que eso sería una actitud totalmente inapropiada para un caballero respira profundamente, una, dos, tres veces. Poco a poco, domina sus emociones mientras maldice su debilidad. Un tigre, sí, claro. Saca la cartera del bolsillo de su abrigo y la deja sobre la mesa, junto a la taza de café que acaban de servirle. Bebe un poco. Está caliente, amargo. Acaricia la cartera con la punta de sus dedos, con cuidado, como si estuviera hecha de hielo y al tocarla, el calor de su piel pudiera convertirla en un pequeño charco de agua sucia. Aún no es el momento de ver lo que guarda en su interior. Puede esperar un poco más. Decide registrar los bolsillos de su pantalón. Encuentra unas llaves. Una grande, pesada, de seguridad y otra más pequeña, adecuada para la cerradura de un buzón. No hay nada más, excepto pelusa gris que desecha arrojándola, sin ninguna ceremonia, al suelo de la cafetería. Abre la cartera. Tarjetas plastificadas de crédito, de una biblioteca y de un par de grandes almacenes se acumulan sin orden aparente. Saca el carné de identidad. Lee el nombre. Javier Torralba Fustero. Nacido el 16-10-74. Faltan dos años para que el carné caduque. En la foto, Javier mira a la cámara con la boca petrificada en un gesto irónico, como si el fotógrafo le hubiera contado un chiste y tuviera que sonreír por cortesía, lleva el pelo corto y una perilla descuidada crece alrededor de su boca como musgo oscuro. Se toca el rostro. Bien afeitado. El pelo sigue corto. Más tarde, cuando se termine el café, irá al lavabo y se examinara con más cuidado, quiere conocerse bien. En la parte posterior del carné, hay una dirección. Supone que con eso y las llaves será suficiente para dormir esa noche bajo un techo seguro. Hay un par de fotos dentro de la cartera. Una de una mujer mayor, su madre, quizá, nota cierto aire familiar y otra, tomada junto a una muralla medio derruida, en la que abraza a una chica de pelo negro y rasgos afilados. Parecen felices. Esto ya le preocupa más. No le gusta la idea de una novia y aún menos de una esposa. Eso lo complicaría todo. Tendrá que ser cuidadoso con lo que dice o, peor aún, con lo que deje de decir. ¿Debería fingir amnesia? Eso nunca le ha salido bien en el pasado. Con un poco de suerte quizá esté divorciado, quizá solo sea un recuerdo de un tiempo más feliz. Sí, puede que sea así, con un poco de suerte. Al fin y al cabo, ninguno de sus dedos está prisionero por una alianza. De un trago, se termina el café, se pone el abrigo y sale de la cafetería. Es hora de ser otro.
Tendría una duración de media hora, en horario de máxima audiencia, a las diez o diez y cuarto de la noche, más o menos, y lo presentaría Matías Prats o Iñaki Gabilondo, mejor este último si tuviera la posibilidad de elegir a su entrevistador. En un momento dado, Iñaki, mirándole fijamente a los ojos como sólo él sabe hacer, le preguntaría “¿Se considera usted un monstruo?”. Unos segundos de silencio para valorar una cuestión tan directa y, entonces, permitiría que una sonrisa, entre tímida y condescendiente, precediera a su respuesta. “Bueno, Iñaki, si he de ser sincero, y supongo que estamos aquí para eso, he de contestarte que no, no me considero un monstruo. Soy lo que soy, hago lo que debo hacer para sobrevivir. ¿Es acaso un monstruo, un tigre por ser un tigre?”. “¿Y no se siente culpable?”. “El tigre, Iñaki, el tigre”. Le gusta especialmente esa comparación con el tigre, es potente, muy gráfica. Le hace parecer fuerte y seguro de sí mismo. Por desgracia, la realidad es muy distinta de sus fantasías. En este mundo extraño que compartimos, aún le tiemblan las manos, se agitan de un lado a otro como si tuvieran vida propia y, aunque no lo quiera reconocer, lo cierto es que le gustaría esconderse en un rincón y echarse a llorar pero como considera que eso sería una actitud totalmente inapropiada para un caballero respira profundamente, una, dos, tres veces. Poco a poco, domina sus emociones mientras maldice su debilidad. Un tigre, sí, claro. Saca la cartera del bolsillo de su abrigo y la deja sobre la mesa, junto a la taza de café que acaban de servirle. Bebe un poco. Está caliente, amargo. Acaricia la cartera con la punta de sus dedos, con cuidado, como si estuviera hecha de hielo y al tocarla, el calor de su piel pudiera convertirla en un pequeño charco de agua sucia. Aún no es el momento de ver lo que guarda en su interior. Puede esperar un poco más. Decide registrar los bolsillos de su pantalón. Encuentra unas llaves. Una grande, pesada, de seguridad y otra más pequeña, adecuada para la cerradura de un buzón. No hay nada más, excepto pelusa gris que desecha arrojándola, sin ninguna ceremonia, al suelo de la cafetería. Abre la cartera. Tarjetas plastificadas de crédito, de una biblioteca y de un par de grandes almacenes se acumulan sin orden aparente. Saca el carné de identidad. Lee el nombre. Javier Torralba Fustero. Nacido el 16-10-74. Faltan dos años para que el carné caduque. En la foto, Javier mira a la cámara con la boca petrificada en un gesto irónico, como si el fotógrafo le hubiera contado un chiste y tuviera que sonreír por cortesía, lleva el pelo corto y una perilla descuidada crece alrededor de su boca como musgo oscuro. Se toca el rostro. Bien afeitado. El pelo sigue corto. Más tarde, cuando se termine el café, irá al lavabo y se examinara con más cuidado, quiere conocerse bien. En la parte posterior del carné, hay una dirección. Supone que con eso y las llaves será suficiente para dormir esa noche bajo un techo seguro. Hay un par de fotos dentro de la cartera. Una de una mujer mayor, su madre, quizá, nota cierto aire familiar y otra, tomada junto a una muralla medio derruida, en la que abraza a una chica de pelo negro y rasgos afilados. Parecen felices. Esto ya le preocupa más. No le gusta la idea de una novia y aún menos de una esposa. Eso lo complicaría todo. Tendrá que ser cuidadoso con lo que dice o, peor aún, con lo que deje de decir. ¿Debería fingir amnesia? Eso nunca le ha salido bien en el pasado. Con un poco de suerte quizá esté divorciado, quizá solo sea un recuerdo de un tiempo más feliz. Sí, puede que sea así, con un poco de suerte. Al fin y al cabo, ninguno de sus dedos está prisionero por una alianza. De un trago, se termina el café, se pone el abrigo y sale de la cafetería. Es hora de ser otro.
Ya no se acuerda de su verdadero nombre. Ni de si
alguna vez tuvo una madre, un padre, una familia, algo que fuera sólo suyo.
Supone que sí, todo el mundo ha tenido a alguien. Le gusta pensar que sueña con
ellos, que no los ha olvidado, que descansan en algún rincón oscuro de su
memoria, que siempre estarán ahí. Y, sin embargo, en los escasos momentos en
los que es sincero consigo mismo, sabe que todo eso dejó de importarle hace
mucho tiempo.
No le desagrada su nuevo hogar, en absoluto.
Es una urbanización de nueva construcción, unifamiliares de dos plantas con
tejados naranjas y un pequeño jardín en la entrada. Su casa es la número siete.
Abre la puerta con la llave de seguridad. “Hola”, grita desde el rellano. Nadie
contesta. Se siente afortunado. Que esté solo en la casa le da tiempo para
prepararse. Cierra la puerta. Ya no hay vuelta atrás. En el salón, las fotos de
las estanterías le sugieren que debe seguir con su novia y que viven juntos en
la casa. Mal asunto. Hay pocos libros y en un examen superficial cree que ya
los ha leído todos. Un buen televisor y el resto de la parafernalia audiovisual
típica completa el escenario de su nuevo hogar. Abre los cajones, obvia los álbumes
de fotos, ya tendrá tiempo de revisarlos con tranquilidad. Le interesan más las
facturas. Algunas vienen a su nombre pero el resto son de ella. Se llama Raquel.
Es un comienzo, así no tendrá que dirigirse a ella con un “eh, tú”. Entra en la
cocina, abre el frigorífico, coge un poco de chocolate y sube al segundo piso.
El dormitorio es grande, con las paredes pintadas de azul oscuro. La cama está
sin hacer, las sabanas arrugadas parecen fantasmas olvidados. Abre los
armarios. Se prueba un par de americanas. En una mesilla encuentra dinero. Se
lo guarda en un bolsillo. Nunca se sabe cuando te va a hacer falta o, mejor
dicho, cuando tendrá que salir huyendo con lo puesto. Junto a la lámpara de la
mesilla descansan las llaves de un coche. Baja al garaje, saltando los
escalones de dos en dos. El espacio reservado al coche esta vacío, solo una
mancha de aceite en el suelo y una barra de seguridad oxidada delata su
presencia en algún momento a lo largo del pasado. Hay otra puerta cerrada a su
derecha. El trastero, supone. La abre. En un rincón de la habitación,
acurrucada en la penumbra, hay una chica encadenada a la pared. Esta vestida
solo con una camiseta de Snoopy, manchada con lo que parece orina rancia. Un
cuenco de color azul esta volcado junto a sus piernas y un puré pálido, ya
reseco, se pudre lentamente derramado en el suelo. La chica le mira y mueve las
cadenas que esclavizan sus tobillos, intentando encontrar una postura más
cómoda. Ve que tiene las uñas de las manos rotas. Algunas están clavadas en la
pared, como insectos aplastados. Siente ganas de vomitar. Cierra la puerta.
Vuelve al salón. Tiene que tomar una decisión.
No es un monstruo, eso es algo que tiene
claro (e Iñaki también, espera). Es como cualquier otro ser humano. Es sólo
que, a veces, sin poder evitarlo, cuando toca a alguien se produce el cambio.
No es algo que controle con su voluntad, si lo fuera, cada vez que envejece uno
de sus cuerpos, intentaría el cambio con alguien más joven. Y eso es algo que
nunca ha hecho. O por lo menos no lo ha
intentado el número necesario de veces como para considerarse a sí mismo un monstruo.
Primera opción. Se comporta como una buena
persona y libera a la chica, ella le dará las gracias, quizás incluso se arroje
a sus brazos y después no tardará ni cinco minutos en ir a la policía para
denunciarle como su secuestrador. Otra opción. Dejarlo todo tal y como está,
hacer una maleta, llenarla con la mejor ropa que pueda saquear del armario, buscar más dinero o cualquier otra
cosa que se pueda vender con facilidad y salir de allí lo más rápidamente posible y después de
la ciudad y, quizás, del país. Es una buena idea. Pero hay una tercera opción.
Siempre la hay. Quiere saber lo que está pasando. Pese a su actual aspecto, es
viejo, muy viejo. Y se aburre fácilmente. Ahora, un demonio que ya conoce y que
casi había olvidado le invita a sentarse en el sillón del salón y ponerse
cómodo. El nombre de ese demonio es curiosidad. Y aunque sabe que, sin duda,
esta cometiendo el mayor error de su larga vida no puede evitar sentir, por
primera vez en muchos años, algo parecido a una emoción.
El cambio nunca es doloroso. Al menos para
él. Para su victima es diferente. Suelen enloquecer. Esta vez se ha quedado a
su lado hasta que ha llegado la ambulancia. Lo ha tumbado en un banco y le ha
puesto su chaqueta bajo la cabeza para que estuviera más cómodo. Le ha limpiado
el sudor y las lágrimas con un pañuelo y ha aguantado la mirada enloquecida,
febril, que le interrogaba tratando de encontrar una explicación. Tranquilo, le
ha susurrado, ya sé que no es fácil, todo va a salir bien, de verdad. En la
lejanía, suena el gemido de una
sirena.
En algún lugar de la casa suena un
teléfono. Siete timbrazos más tarde lo encuentra enterrado en un sepulcro de
cojines y mantas arrugadas. En la pantalla aparece un nombre. Raquel.
Hola.
Hola, Javi, ¿habías perdido el móvil o qué?
Algo así.
¿Cómo va todo?
Bien, sin ninguna novedad interesante.
Esto se está alargando un poco así que
supongo que volveré el lunes, ya te lo confirmaré.
Vale, aquí estaré.
Bueno, me vuelvo a la reunión, que ya me
están llamando. Un beso cariño.
Un beso, amor.
De algo está seguro. La chica que está
encerrada en el trastero no es la misma que aparece en las fotos junto a él.
Así que supone que el señor Javier Torralba ha aprovechado la ausencia de su
novia o esposa o lo que sea Raquel para satisfacer algún tipo de deseo oscuro,
oculto a todo el mundo. En las fotos se le ve sonriente, casi simpático, un
tipo normal. Como cualquier otro. ¿Qué guardabas dentro de ti?, se pregunta
mirándose al espejo. Baja al garaje. La chica sigue encadenada en su rincón. Se acerca a ella y le retira el
pelo, apelmazado y sucio, de la cara. Con un pañuelo le limpia los oscuros
restos de rimel y lágrimas que decoran sus mejillas.
Tengo hambre, musita ella.
Eh, sí, vale, ahora te preparo algo.
Quince minutos más tarde deja un plato con
ensalada junto a la chica. Empieza a comer ayudándose con los dedos. Sonríe
levemente, apenas una mueca.
Está buena.
Gracias. ¿Necesitas algo más?
Durante dos días ha establecido una rutina
y eso le ha permitido llevar mejor la extraña situación que esta soportando.
Hace tres comidas al día, le ha limpiado y le ha facilitado una camiseta limpia
y unos pantalones cortos. Cada cinco horas cambia el cubo que la chica utiliza
como aseo. Sabe que esto no puede continuar así, que no esta haciendo lo
correcto, pero no se atreve a soltarla.
Las consecuencias serían demasiado impredecibles, por decirlo suavemente. Sin
embargo, los acontecimientos pronto rompen todos los planes que podría haber
hecho si hubiera tenido la voluntad de pensar siquiera en ellos. El viernes por
la tarde, alguien llama a la puerta de la casa. Es un hombre de unos cincuenta
años, con el pelo canoso, alto y fornido, una barba espesa cubre gran parte de
la superficie de su rostro, dándole el aspecto de un bloque de mármol sin trabajar.
¿Dónde está?, pregunta.
Sin
esperar una contestación, con una mano tan grande como una rueda de camión lo
aparta de su camino y entra en la casa. Empieza a registrar cada habitación.
Javier no puede hacer nada para detenerlo, es como un fuerza de la naturaleza,
incontrolable, caótica. Puede suponer qué es lo que esta buscando, así que no
se sorprende cuando el hombre se dirige al garaje y, con un golpe de su puño,
abre la puerta del trastero.
¿Qué te han hecho?, gruñe el hombre
mientras se acerca a la chica y empieza a forcejear con las cadenas, tratando
de arrancarlas de la pared.
Lo primero que ve Javier es la barra de
seguridad del coche, olvidada en el suelo del garaje. Como en un sueño, se mueve a cámara lenta, levanta
la barra, la sopesa durante unos instantes y después la deja caer sobre la
cabeza del hombre una y otra vez hasta que este deja de moverse. La chica
empieza a reírse. Su carcajada es histérica, enloquecedora, reverbera en las
paredes extendiéndose en un eco infinito.
Bueno, genio, ¿qué vas a hacer ahora? ¿Prepararme
otra ensalada?
Javier escapa, tropezando en las escaleras,
las manos empapadas de sangre y sesos. Llega hasta su dormitorio y cierra la
puerta. Incluso allí puede escuchar las burlas que desde el garaje le escupe
sin piedad la chica. El tigre, Iñaki, el tigre.
El lunes al mediodía, Raquel vuelve a casa.
Javier ha preparado la comida. Espera que le guste.
Hola, cariño, te he echado de menos, dice él.
Mentiroso, bromea ella mientras le besa en
los labios.
Un poco de vida cotidiana. Añoraba tenerla.
Pequeños placeres. Ven la tele durante un rato. Ella ha puesto un cojín sobre sus
rodillas y ha apoyado la cabeza en él. Pronto se quedará dormida. Puede oír
como su respiración es cada vez más lenta. Arriesgándose a provocar un cambio,
alarga la mano y acaricia su cabello negro, recorre la línea de sus pómulos
hasta los labios. Huele bien. Le gusta. No quiere que le guste. No estaría
bien, sería un error. Y él no comete errores. No puede permitírselo.
¿Qué
tal se ha portado nuestra invitada?, pregunta ella con voz somnolienta. ¿Se ha
decidido a comer ya? La verdad es que no la culpo, la cocina no es una de tus
virtudes. Espero que no adelgace tanto que luego ya no nos sirva.
Cuando no hay respuesta a sus preguntas,
Raquel levanta la cabeza y lo mira a los ojos.
¿Que ha pasado?
Se levanta de un salto, abofetea el rostro
de Javier varias veces, hasta que este sujeta sus brazos. Con un gruñido, muerde
sus manos, sus dientes se hunden en la carne blanda y, abrumado por el dolor,
Javier no tiene otra opción que soltarla. Raquel baja al garaje, tambaleándose,
escupiendo sangre y restos de piel. Había tardado casi dos días, pero después
de un trabajo agotador, el trastero estaba limpio, como si nada hubiera pasado.
Raquel nunca se habría dado cuenta de lo que había pasado en su ausencia. Nunca
habría sabido que existía un monstruo dormido en el interior de Javier. Pero lo
cierto, es que a veces los monstruos no son seres solitarios. Tienen
compañeras.
Pero, ¿qué ha pasado? ¿Dónde está?
Yo… No lo sé… La dejé marchar…, miente
Javier sentado en un escalón, con la cabeza entre las manos, tratando de
encontrar una explicación a lo que ha pasado.
¿La
dejaste marchar? Estamos muertos, ¿entiendes? Muertos. Tengo que llamar a
Gabriel, tengo que arreglar esto.
Javier la deja sola y sale de la casa. Solo
quería tener un lugar donde estar. Un lugar donde sentirse seguro. Ahora lo ha
perdido todo, quizás de manera definitiva. Camina por la ciudad, sin rumbo
fijo. En un semáforo separa unos centímetros los brazos de su cuerpo, extiende
los dedos y espera que alguien lo roce. Con un poco de suerte, solo con un poco
de suerte, alguien lo hará y entonces… Cambio.
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