CARCAJ
UNA
AVENTURA
DE
ROBIN
HOOD
Como toda historia de
venganza que merece la pena ser contada, esta comienza con la profecía de un
dios. Aunque, claro está, todos los que están reunidos en el claro del bosque
saben que sólo es un hombre con un saco sucio en la cabeza al que han cosido un
par de gastadas, pero aún hermosas, astas de ciervo.
Si lo miras de lejos, con los sentidos embotados por una cantidad indecente de cerveza y miel, será el esposo de la Reina de Mayo danzando sin descanso alrededor del árbol sagrado, bajo el velo de una noche de estrellas imposibles. Pero si te acercas lo suficiente serás testigo de las marcas de su mortalidad, de sus brazos huesudos, tan frágiles como las ramas de un retoño, de las costillas marcadas dolorosamente en su costado y, quizás, sufrirás una pequeña decepción. Como todo el mundo, el chico ha bailado siguiendo sus pasos, reído cuando el ciervo ha golpeado los muslos de las muchachas casaderas con la rama de espino y ha gritado hasta quedarse ronco cuando se han encendido los fuegos que iluminan el claro, alejando las sombras del último invierno que, por fin, huyen arrastrándose hasta lo más profundo del bosque para morar en la oscuridad hasta que llegue de nuevo su momento en el eterno ciclo de las estaciones. El consorte de la Reina se ha acercado a cada uno de los danzantes y, agarrándoles con fuerza el pelo que crece en la nuca, les ha susurrado algo al oído. Cuando llega su turno, el chico nota como las uñas sucias del dios arañan la piel de su cuello y no puede evitar que una pequeña mueca de dolor desfigure su rostro. Está tan cerca que puede oler la sangre seca que mancha la capucha, el aroma del barro reciente, el musgo que decora las aberturas de los ojos. La profecía susurrada con voz vacilante, temblorosa, agotada como la de un anciano, sin embargo es clara en su significado: “Mataste a tu madre al nacer. Pronto harás lo mismo con tu padre”. El chico busca el cuchillo de caza que cuelga en su cinturón, su intención es destriparlo tan rápido que no se dará cuenta de que está muerto hasta que exhale su último aliento, sabe cómo hacerlo, no sería la primera vez, pero cuando sus dedos se cierran ya sobre el mango de piel y el metal empieza a salir de la funda, un grupo de mujeres rodea al dios con sus miembros blancos, llevándolo hacia el árbol de Mayo, lejos del chico y su ira roja. De repente, el mundo alrededor del chico ha cambiado. Ya no puede escuchar las canciones ni los gemidos de los que se aman entre la hierba alta ni el crepitar de las llamas de las hogueras. Piensa en lo que ha dicho el dios. No le gusta que le recuerden a su madre. Ni lo que pasó. Ya lo hace su padre todos los días.
Si lo miras de lejos, con los sentidos embotados por una cantidad indecente de cerveza y miel, será el esposo de la Reina de Mayo danzando sin descanso alrededor del árbol sagrado, bajo el velo de una noche de estrellas imposibles. Pero si te acercas lo suficiente serás testigo de las marcas de su mortalidad, de sus brazos huesudos, tan frágiles como las ramas de un retoño, de las costillas marcadas dolorosamente en su costado y, quizás, sufrirás una pequeña decepción. Como todo el mundo, el chico ha bailado siguiendo sus pasos, reído cuando el ciervo ha golpeado los muslos de las muchachas casaderas con la rama de espino y ha gritado hasta quedarse ronco cuando se han encendido los fuegos que iluminan el claro, alejando las sombras del último invierno que, por fin, huyen arrastrándose hasta lo más profundo del bosque para morar en la oscuridad hasta que llegue de nuevo su momento en el eterno ciclo de las estaciones. El consorte de la Reina se ha acercado a cada uno de los danzantes y, agarrándoles con fuerza el pelo que crece en la nuca, les ha susurrado algo al oído. Cuando llega su turno, el chico nota como las uñas sucias del dios arañan la piel de su cuello y no puede evitar que una pequeña mueca de dolor desfigure su rostro. Está tan cerca que puede oler la sangre seca que mancha la capucha, el aroma del barro reciente, el musgo que decora las aberturas de los ojos. La profecía susurrada con voz vacilante, temblorosa, agotada como la de un anciano, sin embargo es clara en su significado: “Mataste a tu madre al nacer. Pronto harás lo mismo con tu padre”. El chico busca el cuchillo de caza que cuelga en su cinturón, su intención es destriparlo tan rápido que no se dará cuenta de que está muerto hasta que exhale su último aliento, sabe cómo hacerlo, no sería la primera vez, pero cuando sus dedos se cierran ya sobre el mango de piel y el metal empieza a salir de la funda, un grupo de mujeres rodea al dios con sus miembros blancos, llevándolo hacia el árbol de Mayo, lejos del chico y su ira roja. De repente, el mundo alrededor del chico ha cambiado. Ya no puede escuchar las canciones ni los gemidos de los que se aman entre la hierba alta ni el crepitar de las llamas de las hogueras. Piensa en lo que ha dicho el dios. No le gusta que le recuerden a su madre. Ni lo que pasó. Ya lo hace su padre todos los días.
El chico se sienta
junto a un árbol caído, con el corazón golpeando su pecho como si fuera una
bestia intentando escapar de su jaula hecha con músculo y hueso. De algún lugar
más allá de las hogueras, llega la voz de su padre, gritando algo que no puede
entender. Sabe que no lo está llamando para compartir esta noche. Nunca lo
hace. Su padre está en una esquina del prado con el resto de los hombres,
tirando con el arco a un muñeco relleno de paja y hojas secas al que han
vestido como un señor, con un gorro de seda raído y unas calzas teñidas de
rojo. La cerveza que corre por sus venas vuelve sus dedos torpes, desvía sus
flechas, las debilita, haciendo que se pierdan en la oscuridad del bosque entre
un crujir de ramas mientras las carcajadas casi histéricas de los contendientes
amenaza con hacer caer la bóveda celeste. El títere se mueve levemente, bailando
al ritmo que marca el aire que agita las ramas de los árboles, burlándose de
todos ellos. Es el turno de su padre. Su capucha de un verde intenso destaca
entre los apagados colores de sus rivales. Con la espalda recta, las piernas
levemente dobladas, agita la cabeza para aclarar sus pensamientos. Ignorando
las burlas del resto de los arqueros, tensa el arco con una facilidad
insultante hasta que la cuerda llega a la altura de su oreja, aguanta la
respiración durante dos segundos y, relajando los dedos, libera la flecha. Por
un momento, el chico cree que va a llegar hasta el muñeco, que su padre va a
ganar la competición pero, a mitad de camino, la flecha pierde fuerza y cae a
la hierba, muy lejos de su objetivo. Esta vez las carcajadas van acompañadas
por escupitajos y pellas de barro seco. El padre del chico, avergonzado, se
deja caer sobre la hierba y alguien le tira una cerveza a la cara. Cuando se
levanta, su mirada coincide con la del chico. Con gesto impaciente, pide otra
cerveza y aparta la vista. En el prado, el dios estira sus brazos y señala al
cielo provocando un griterío ensordecedor. El chico cierra los ojos y, de
repente, desea estar lejos de allí, en cualquier otro lugar.
Cuando por fin
amanece, el chico, esquivando los cuerpos de los que aún duermen, se acerca a
su padre. Está hablando con el tío John, que siempre es amable con el chico,
quizás porque le recuerda a su hermana, y el chico siempre responde a su
amabilidad con un desprecio que no se molesta en disimular. No le gusta el tono
condescendiente de su voz cuando le habla, ni cómo le agarra del hombro con sus
dedos fofos, ni el olor de su sudor. Como es habitual, están discutiendo. Sobre
la caza.
Esos venados están
marcados por el rey, le dice tío John a
su padre.
El rey está lejos. Y
no pasa hambre. Y tiene muchos otros venados, demasiados, si quieres mi
opinión, contesta su padre mientras examina sus flechas tratando de encontrar
alguna tara en ellas, arrojando las melladas a un lado y guardando las que han
pasado su examen en el carcaj.
Estás llamando mucho
la atención. En algún momento tendrás que parar. O te harán parar. Ya ofrecen
dinero por tu captura. Sabes que sólo es cuestión de tiempo que alguien siga el
ritmo que marcan las monedas.
Su padre escupe al
suelo, después se pone la capucha y con un movimiento de la mano indica al chico que lo siga.
Volvemos al bosque,
vamos, chico, muévete.
Maldito seas, Rob. Los
viejos días ya han pasado. Es una época nueva. Déjalo estar.
Sin decir una
palabra, Rob pone una flecha en el arco y dispara. La flecha se clava en el
corazón del muñeco, provocando un súbito silencio en todo el claro. Su padre
levanta la mano derecha, con el dedo índice y corazón, los que sujetan la
flecha, extendidos delante del rostro enrojecido de tío John. Y con eso da por
terminada la discusión.
Últimamente, me cuesta dormir. Es el maldito muñón de la mano. No para de dolerme. Y no debería después de tantos años. Pero, a veces, siento cómo si aún pudiera mover los dedos. Nostalgia, supongo. Me quedo tumbado en el catre, siguiendo el ritmo de los ronquidos de los que son más afortunados que yo hasta que siento ganas de gritar. De alguna parte, llega el sonido de las campanas anunciando laudes. Me lavo la cara y observo, como si la viera por primera vez, la mano que me queda, esa mano llena de manchas oscuras, arrugada, débil, esa mano que una vez fue joven. Apenas me sirve para sujetar la pluma que se ha convertido en el símbolo de mi vida. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Cómo me he convertido en esta cáscara sin alma? ¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta?
Últimamente, me cuesta dormir. Es el maldito muñón de la mano. No para de dolerme. Y no debería después de tantos años. Pero, a veces, siento cómo si aún pudiera mover los dedos. Nostalgia, supongo. Me quedo tumbado en el catre, siguiendo el ritmo de los ronquidos de los que son más afortunados que yo hasta que siento ganas de gritar. De alguna parte, llega el sonido de las campanas anunciando laudes. Me lavo la cara y observo, como si la viera por primera vez, la mano que me queda, esa mano llena de manchas oscuras, arrugada, débil, esa mano que una vez fue joven. Apenas me sirve para sujetar la pluma que se ha convertido en el símbolo de mi vida. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Cómo me he convertido en esta cáscara sin alma? ¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta?
La fuerza de la
costumbre me arrastra hasta el altar. Allí escucho la misa y acompaño con mi
voz a la de mis hermanos. Algunos se duermen de pie, acunados por la palabra de
Dios que brota de los labios del abad. Por supuesto, yo sigo despierto, rogando
en silencio perdón por mis pecados, graves y numerosos y cuando termino empiezo
a componer mi canto, a elaborar frases nacidas en mi recuerdos. Las que sirven,
que son las menos, son almacenadas en un rincón de mi memoria y el resto las
hago desaparecer como si nunca hubieran existido. Bajo la luz declinante del
otoño, el día se desliza como un leve sueño acompañando la actividad en el
huerto, las oraciones y, finalmente, el trabajo en el scriptorium. Allí, palabras
de hombres muertos hace mucho tiempo siguen haciendo girar el mundo. Trabajamos
con el cálamo durante horas, en silencio, con la espalda encorvada y los ojos
llorosos por el esfuerzo, copiando, dibujando, creando. Cuando nadie mira, tomo
un trozo de vitela, escribo unas pocas líneas, las releo y, satisfecho por el
resultado final, lo guardo en un bolsillo de la cogulla. Hoy ha sido un buen día.
Lo cierto es que
nunca le ha gustado vivir en el bosque. En primer lugar, está el hambre, siempre
el hambre, como si no pudiera existir nada más, cuando pueden pasar días sin
cobrar una buena pieza y su único bocado es una ardilla de carnes duras o, si son
afortunados, un conejo de ojos tristes. Cuando llueve, y eso es algo que ocurre
casi todos los días, se protegen bajo una manta raída por el tiempo y las
chiches. El agua, con una inteligencia que nadie sería capaz de adivinar hasta
que se sufre en carne propia, aprovecha cada pequeño agujero para colarse en su
triste refugio, calando sus ropas, abriéndose paso hasta sus pieles desnudas, enfriando
sus huesos. En esas ocasiones, el chico se aprieta contra el cuerpo de su
padre, buscando compartir un pequeño resquicio de calor aún no devorado por la
humedad y el frío. Y como siempre, su padre se aparta poco a poco, como si el
contacto con su hijo le repeliera. No importa, se dice el chico, no necesito su
cariño. Por las noches, cuando el viento apenas susurra entre las ramas de los
árboles, puede oír cómo su padre solloza en silencio, musitando el nombre de
ella, una y otra vez, como si fuera el dulce nombre de Nuestro Salvador. A
veces, el chico intenta imaginar cómo hubiera sido su vida si ella no hubiera
muerto, si las cosas fueran diferentes. Quizás vivirían en la ciudad, lejos del
bosque, de la lluvia y el hambre, quizás serían granjeros al servicio de un
señor o peones de la Iglesia. Pero al final, lejos de esos posibles mundos, lo
único que termina siendo real es el agua que gotea de su nariz, sus piernas
doloridas y el desprecio latente de su padre, que sólo parece ser feliz cuando
tienen que esconderse de los hombres del rey, de sus perros y de sus ballestas.
Los oyen deambular por el bosque, haciendo tanto ruido que no pueden evitar hacer
una mueca de disgusto ante su falta de habilidad. Su padre se entretiene clavándoles flechas
en los brazos y en las piernas, y luego se alejan, internándose en la espesura,
acompañados por gritos de dolor y maldiciones. Ahí, es en esas ocasiones,
cuando casi puede ver un atisbo de sonrisa en los labios de su padre. Pero al
final llega a la conclusión de que tan
sólo lo ha imaginado. Como tantas otras cosas.
Llego
tarde a mi cita. En cierta manera, es algo inevitable. No me gusta venir a la
ciudad, no me siento cómodo caminando por sus calles. Niños con caras sucias
arrugan la nariz cuando paso a su lado, las matronas desvían la mirada como si ofendiera
sus ojos con mi sola existencia, los hombres simplemente me ignoran. Es mejor
así. Siempre ha sido así. La taberna está a la entrada de la ciudad. Un letrero
de madera toscamente labrado baila cuando la lluvia lo golpea. Miro el dibujo
que lo decora. Un venado agonizante, herido por una flecha. Es lo adecuado,
supongo. El poeta me espera sentado junto a los rescoldos humeantes de la
chimenea, se ha quitado las botas y ha acercado sus pies pálidos y llenos de
llagas a los restos que aún arden, en una mano sostiene una jarra de cerveza,
en otra sujeta un sombrero de aspecto gastado, tan sucio que ni las pulgas
querrían vivir en él. Con un gesto le indico un rincón más tranquilo, lejos de
miradas curiosas. Es lo mejor para nuestro negocio aunque él no pueda
entenderlo, todavía no. Recoge sus pocas posesiones y me sigue hasta una mesa
bajo la escalera que lleva al piso superior. ¿Qué tienes?, me pregunta incapaz
de contener su ansia. Saco los legajos de la bolsa y los extiendo sobre la
mesa. Se muerde los labios y acercándose empieza a leer moviendo los labios,
susurrando cada palabra. “En verano cuando brillan los árboles y son las hojas
espesas y grandes, es muy placentero en el bello bosque oír el canto del
ave...” Con cada final de rima, asiente con la cabeza dando su aprobación, me
mira con ojos hambrientos y dice: Son buenos, muy buenos, excelentes diría yo. Un repentino dolor en mi muñón me hace torcer
el gesto, no quiero que lo malinterprete. No me cae bien, no me gusta pero es
necesario, sin él, sin la gente como él, nada de esto podría llegar a buen fin.
No lo sabe, pero es un instrumento más, como mi pluma, como la tinta que mancha
mis dedos. Le pregunto cómo fue con los últimos que le entregué. Con exagerado entusiasmo
me empieza a describir la reacción de la gente, cómo le preguntaban cuando
tendría más historias, cuando volvería a visitar su aldea. Luego, ese pequeño
tonto vanidoso, me comenta molesto que ha descubierto que gente de su oficio ha
copiado sus historias y las están llevando a más lugares, por eso necesita más,
mucho más, material nuevo, original. Por supuesto, él ha tratado de hacerlo
pero no ha sabido cómo pero eso es algo que nunca me confesará. Claro que no
puedes, poetastro, se necesita algo más que saber tocar el laúd y mover el
bigote, pero claro está le prometo, como se lo he prometido a media docena más
como él, que procuraré tener cada tres meses una nueva balada. Satisfecho,
apura su cerveza y mirando al techo se pasa las manos por el pelo, sus ojos
reflejan futuros triunfos, camas calientes, doncellas de blancos pechos, y
monedas doradas como el sol. Qué maravillosa es la vida, ¿verdad? De repente,
decido que ya he tenido suficiente y me incorporó acompañado por el coro que
hacen mis huesos al crujir. Dentro de tres
meses, en la festividad de San Sebastián, volveremos a vernos, le digo. El tufo
que emana de sus pies desnudos me acompaña hasta la salida. Cuando el aire puro
golpea mi cara me apoyo en la pared de la taberna, bajo el letrero y siento que
mi pecho está a punto de estallar. Es horrible hacerse viejo. El caballo de un señor
pasa al galope apartando a la gente y salpicando un charco me llena de barro el
hábito. Ni siquiera me ha visto. Es mejor así porque el odio que siento es algo
tan físico que podría derribarlo del caballo y romper sus huesos como si fueran
ramitas secas. Pero eso no estaría bien. Sería una estupidez. Tengo que
trabajar más. Vuelvo al convento mientras nuevas rimas se forman en mis labios sin
que haga el más mínimo intento por detenerlas.
Son media docena de
ciervos. Un macho, dos hembras, y tres crías. El macho nos huele y
levanta la cabeza, sus astas atrapan la luz del sol, son hermosas, fuertes y robustas, una corona para el rey del bosque. La flecha de Rob atraviesa su pecho rompiendo su corazón. El resto de la manada huye dando saltos, sin mirar atrás ocultándose entre los árboles. El macho se tambalea, golpea el suelo con sus patas, una, dos veces y, por fin, agachando su cerviz se deja caer al suelo. Rob se acerca y, esquivando los cuernos, pone fin a su sufrimiento con un tajo rápido en la garganta. El chico se acerca, con una flecha preparada y ve que en la linde del bosque, uno de los cervatillos se ha quedado contemplando la escena con sus ojos grandes y oscuros. El chico levanta su arco y apunta con cuidado. A esa distancia no puede fallar. Sería muy fácil. Sólo tiene que relajar los dedos. El ciervo agita las orejas, mira por última vez al claro y de un salto se pierde en la oscuridad verde del bosque. El chico baja el arco y guarda la flecha en su carcaj. Su padre lo está mirando. Ayúdame con esto, le dice con sus manos goteando sangre. El chico se agacha y empieza a sacar las vísceras aún calientes.
levanta la cabeza, sus astas atrapan la luz del sol, son hermosas, fuertes y robustas, una corona para el rey del bosque. La flecha de Rob atraviesa su pecho rompiendo su corazón. El resto de la manada huye dando saltos, sin mirar atrás ocultándose entre los árboles. El macho se tambalea, golpea el suelo con sus patas, una, dos veces y, por fin, agachando su cerviz se deja caer al suelo. Rob se acerca y, esquivando los cuernos, pone fin a su sufrimiento con un tajo rápido en la garganta. El chico se acerca, con una flecha preparada y ve que en la linde del bosque, uno de los cervatillos se ha quedado contemplando la escena con sus ojos grandes y oscuros. El chico levanta su arco y apunta con cuidado. A esa distancia no puede fallar. Sería muy fácil. Sólo tiene que relajar los dedos. El ciervo agita las orejas, mira por última vez al claro y de un salto se pierde en la oscuridad verde del bosque. El chico baja el arco y guarda la flecha en su carcaj. Su padre lo está mirando. Ayúdame con esto, le dice con sus manos goteando sangre. El chico se agacha y empieza a sacar las vísceras aún calientes.
Suenan las campanas
de misa cuando llegan al pueblo. La casa de tío John está caliente y se dejan caer
en los taburetes con un suspiro de cansancio. Han dejado el ciervo en la
puerta, tendrán carne de sobra y alguien pagará por los cuernos y la piel. Sin
duda, es una buena pieza y eso hace que su padre esté contento, el chico puede notarlo pese a que no
lo manifieste con risas o gestos cariñosos. Comen un poco de sopa con un pedazo
de pan seco y comentan cómo han sido las últimas semanas con John que está un
poco taciturno y contesta con monosílabos a sus preguntas. Rob pide un poco de
cerveza. John se acerca con la jarra y vierte el líquido en el vaso. Sus manos
tiemblan y derraman casi toda la cerveza que cae al suelo mojando la paja y la
tierra. Rob levanta la vista y mira a los ojos de John. Este deja la jarra en
la mesa y dice “han prometido que no le harán nada al chico”. Entonces, oyen a
los perros y los caballos, el tintineo de las cotas de malla y las ballestas
cargándose.
Vamos, deprisa, dice
Rob mientras coge al chico del hombro y lo levanta de la mesa.
Por una vez en tu
vida piensa en tu hijo, dice John agarrando el brazo de Rob. Esto ha terminado.
Sabes que no puedes ganar.
Rob se libera de un
tirón y saca su cuchillo poniéndolo debajo de la garganta de John. Si no fuera
por ser quién eres, le dice, si no fuera por su recuerdo ya estarías muerto.
Chico, ahora tendrás que correr. No mires atrás.
Al final, como fue
predicho, es por su culpa. Conocen el bosque mejor que ellos, pueden borrar su
rastro pese a todos sus sabuesos y sus corceles, desaparecer como si nunca
hubieran existido. Pero en una ladera, el chico resbala en el barro y cae por
la pendiente hasta quedar atrapado en una maraña de ramas rotas. Con el cuerpo
dolorido, su piel sangrando por mil sitios diferentes, mira a su padre, apenas
a una silueta recortada en la cima de la colina. Por un momento, cree que va a
girarse y escapar dejándolo atrás, y quizás es una posibilidad que pasa por la
mente de Rob pero al final se deja caer por la pendiente hasta llegar al lado
de su hijo. El ladrido de los perros se acerca acompañado por los cascos de los
caballos y los gritos de triunfo de los hombres de armas. Rob levanta la mano y
dejándola caer en la cabeza del chico, acaricia lentamente su cabello
apelmazado por el barro y las hojas sucias, casi con cariño.
No tengas miedo, le
dijo, así es como ellos ganarían, no dejes que lo hagan.
Después, una porra de
madera golpea la boca de Rob, devastando sus labios en una ordalía de sangre y
dientes rotos. Media docena de hombres se abalanzan sobre el cuerpo caído de
Rob golpeando una y otra vez, enterrándolo en el barro con cada impacto hasta
que deja de moverse. Sentado en su caballo, el señor bosteza mientras contempla
la escena, está empezando a anochecer y hoy le apetece cenar pronto. Golpeando
los costados de su montura el señor se aleja con sus perros.
Tres días después, su
padre aún cuelga boca abajo en la puerta
de entrada de la ciudad. Sus ojos llenos de moscas lo miran cuando pasa y por
un momento el chico cree que aún esta vivo. Pero entonces, ve los tajos en su
carne, la sangre reseca en su piel, su rostro hueco y sin vida como una máscara
de cera. El chico acuna los vendajes ensangrentados que cubren el muñón recién
cortado de su mano. Con los dientes
apretados, aguanta las lágrimas que quieren asomarse en sus ojos. Es el dolor,
se dice, sólo el dolor. Con paso inseguro, se aleja de la ciudad, siguiendo a
unos monjes. Le han prometido un nuevo nombre, una nueva vida. No mira atrás.
Día
de mercado. ¿Hace falta decir más? Tenderetes llenos de colores, paja sucia,
perros retozando en el barro, mercaderes de ojos ávidos, granjeros escuálidos,
damas de vestidos remendados, niños de dedos hábiles deslizándose entre los
pliegues de la ropa buscando bolsas llenas, dinero que fluye, cerdos, lana de
oveja húmeda por la lluvia, el olor de los cuerpos en invierno. Una ligera sensación
de nausea asalta mi garganta, sin que haga ningún esfuerzo para evitarla. Me
aparto de mis hermanos de orden buscando el anonimato que tan generosamente me
ofrece la multitud. Dejo que la marea humana me arrastre, que lleve mis piernas
temblorosas hasta llegar al centro del mercado. Con los dedos me quito las
legañas de los ojos y bizqueo levemente. En una plataforma, hay un hombre
arrodillado, su espalda está llena de heridas sangrantes. Un soldado sujeta un
garrote grueso como un muslo, la sangre cae sobre la madera de la tarima. El
señor, con los dedos metidos en su cinturón dorado, habla, su voz no me llega
con claridad, apenas entiendo algunas palabras, algo sobre la caza y la ley del
rey. El soldado vuelve a golpear la espalda del condenado. Su grito suena
ahogado, debilitado ya por el dolor. Otro golpe. Su sangre se mezcla con la del
ciervo muerto. El hombre se desmaya y el soldado patea su cuerpo. El silencio
entre la multitud es espeso como la pez. Un silbido lo rompe, y el efecto es
como un grito en mitad de la noche. Y a ese silbido lo siguen otros, mientras
se va formando una tonada que reconozco porque yo la he creado, y entonces una
voz canta una rima que he estado esperando escuchar durante mucho tiempo. Y a
esa voz, se le unen doscientas gargantas que en un momento dado gritan un
nombre: Robin. Robin. Robin. Y la canción sigue creciendo, sin que nadie pueda
detenerla, mientras los soldados miran al señor y este, mira a la multitud y
grita algo, quizás, una orden pidiendo silencio, pero ya nadie le escucha
porque la canción ha llegado a la parte en la que muere el sheriff y el triunfo
final es de Robin y entonces alguien se agacha, recoge una trozo de mierda y la
arroja al estrado golpeando al señor en el rostro, dejando una mancha oscura,
como la sangre, en su piel fina apenas mancillada por el sol. Su dedo,
tembloroso, se levanta y amenaza a la multitud, y eso provoca que una tormenta
de barro y mierda arrojada por un sinfín de manos vuele sobre el señor, sus
soldados y todo su poder y orgullo, tapándose como pueden retroceden mientras
la multitud los sigue por la ciudad arrojándoles todo lo que encuentran a su
paso. Y por un momento, me gustaría creer que el señor se vuelve y me mira
directamente a los ojos. Y le devuelvo la mirada y sonrío porque puedo ver su
miedo, la incredulidad al contemplar cómo se ha derrumbado el mundo que con
tanto cuidado habían construidos hombres como él. Con sólo una canción. Y bien,
padre, ¿te sientes ahora orgulloso?
.
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