El cuento del Caballero (David Calvo, publicado por Hislibris, IV Concurso de Relatos Históricos)



                            EL CUENTO DEL CABALLERO


Cuando el Abad terminó su relato, todos nos quedamos en silencio disfrutando del calor que habían dejado sus palabras.
Con una sonrisa en los labios nos resistíamos a abandonar el mundo que nos había sido descrito con tanto detalle y entusiasmo y sólo la voz del Mercader, pidiendo más vino y castañas, nos hizo regresar, renuentes, al mundo real.


- Continuemos- dijo la Viuda-. ¿Quién es el siguiente?

El Caballero murmuró algo con desaprobación, vació su vaso de un solo trago y mirando su fondo decepcionado, susurró “Ahora que se ha acabado el vino, es mi turno, supongo”.

- Nadie os obliga a participar en este entretenimiento, mi señor- replicó la Viuda. Sus dedos, cubiertos con unos guantes de piel oscura, jugueteaban con una manzana de aspecto lustroso a la que daba ligeros mordiscos por debajo del velo que cubría su rostro por completo.

- Si no os sentís cómodo podéis dejar que vuestra ocasión pase a cualquiera de los presentes- le ofreció el Mercader mientras avivaba el fuego de la chimenea provocando una tormenta de chispas-. Va a ser una noche muy larga, sólo intentamos que sea lo más llevadera posible.

- No, no, todo está bien. Os pido disculpas si os parezco un tanto hosco. Es solo que esta tempestad que sufrimos y la lluvia y el viento que la acompañan tienen la facultad de agriar mi carácter y, creyendo que es un privilegio que tenemos los ancianos, quizás alguna palabra haya salido de mi boca cuando no debería haberlo hecho. No me lo tengáis en cuenta, no es mi intención ni tampoco mi voluntad que malos humores arruinen esta velada. Seguiré con gran placer el juego, si ese es vuestro deseo como así, sin duda, es el mío. Dejad entonces que comience mi narración y vea si soy capaz de superar a nuestro ingenioso Abad. Os ruego silencio, paciencia y, cuando haya terminado mi relato, sed clementes con vuestro juicio y justos con vuestro veredicto. Dios os lo sabrá recompensar. Sabed, pues, que, como delata la gastada cruz cosida en mi jubón, cuando apenas era un muchacho, me puse al servicio de nuestro Señor Jesucristo en el auxilio de su mayor y más sagrada causa. Y no dudéis que hubiera llegado hasta el final, hasta las puertas de la Ciudad Santa, hasta sus mismas murallas y que las habría escalado con la única ayuda de mis manos desnudas y el deseo de honrar a Nuestro Señor, si el peso de mis pecados, tan abrumador para mi miserable y pobre alma, no me hubiera obligado a abandonar el viaje, rompiendo así el juramento libremente dado ante la Sagrada Forma y asegurándome, por tanto, un lugar en el Purgatorio, sino en un sitio peor, cuando llegue el momento de entregar mi último aliento. Recuerdo con toda claridad aquel día. Siempre es difícil olvidar una masacre.

Se ha dicho que la ciudad de Antioquía ardió durante tres días pero lo cierto es que ya no estaba allí para ser testigo de este hecho y por lo tanto ignoro si fueron tres, cuatro o quince y si esto tiene alguna importancia. No os miento, sin embargo, cuando os aseguro que, durante el asalto, fui de los primeros, joven estúpido y valiente, en atravesar la Puerta de Hierro, ávido de gloria, con acero en una mano y fuego en la otra. Y después de eso sólo hubo confusión, sangre, miedo y sombras con las que aún sueño pese a los largos años transcurridos desde entonces. Si alguno de los presentes ha participado en alguna refriega mayor que una pelea en una taberna, sabrá de lo que estoy hablando. No me pidáis más detalles, por favor. Sí os diré, aunque quizás no os guste oírlo, que no hay nada más doloroso para un joven que contemplar el verdadero rostro que se oculta tras los cantares y los poemas de los juglares, tras las historias y los relatos de batallas que le cuentan sus mayores. Y si a eso le unimos la pérdida de un ser querido, como lo era entonces mi primo, entenderéis mucho mejor mi comportamiento posterior. ¿Aún no había mencionado a mi primo? Tendréis que disculpar a este pobre viejo si el hilo de su relato no parece seguir un curso definido. A veces siento la tentación de detenerme más de la cuenta en algún detalle que para vosotros quizás sólo sea un leve accidente en el transcurrir de la historia y que, sin embargo, para mí es algo fundamental en ella, como una viga maestra, parece que no sirve para nada y en cambio si la retiraras todo el edificio se vendría abajo sin remisión. Más tarde os hablaré de mi primo, mi viga maestra. Volvamos ahora al asalto, volvamos sin apartar la vista, sin rendirnos a la memoria, volvamos a mi juventud.

Aún no había amanecido cuando, hastiado por la carnicería,  cubierto de sangre y heces, abandoné el grupo al que me había unido durante el saqueo. Mientras recorría las calles, estrechas y sinuosas como los senderos de un laberinto, fiel espejo de las turbulencias en las que se estaba perdiendo mi razón, le rogué a Dios que me mostrara el camino que debía seguir. Resbalando en los adoquines húmedos por los restos aún calientes de decenas de cuerpos, caí de rodillas y, humillado, con el alma desnuda en mi desesperación, supe qué era lo que tenía que hacer. Y así como la serpiente muda su piel, así fue como decidí ser una persona distinta a la que había sido hasta entonces. Salté de nuevo la muralla, esta vez en dirección contraria y, evitando las columnas de refugiados que huían de las llamas y el caos, llegué hasta la linde de un pequeño bosque de cedros situado en la falda de una colina que, por alguna razón que se me escapaba, había evitado la devastación provocada por nuestro asedio. Miré hacia atrás, en dirección a la ciudad, el calor que emanaba de sus restos ardientes secó las lágrimas de mi rostro, limpiando cualquier duda que pudiera albergar en mi corazón. Después, entré en el bosque. En un pequeño claro, un árbol de ramas secas y corteza negra crecía solitario, abandonado como un rey desterrado. Era un testigo tan bueno como cualquier otro. Sin mucha ceremonia, me despojé de todo lo que hasta entonces me había sido más querido, de todo lo que  me hacía ser quien era. Mi cota de malla, cuyo coste pagó mi padre con el aval de las pocas tierras que aún eran de su posesión, mi espada, mi bendita espada tan amada como a la amiga más dulce que jamás hubiera tenido, mis guantes, mi cinturón, todo ello lo colgué de  las ramas del árbol, extraños frutos los que daría ese verano. Solo conservé conmigo mi jubón, una daga y un peine hecho con el hueso de la rodilla de San Esteban. Y por supuesto la bolsa en la que llevaba la cabeza cercenada de mi amado primo. Casi podía escuchar su querida voz llamándome cobarde, apostata y hereje. Nada que no hubiera oído antes. Tuve que golpear varias veces la bolsa con mi puño desnudo para lograr su silencio. “Primo, sed razonable”, le dije acomodándome la bolsa en el hombro. “Volvemos a casa”.

Quizás ahora sea el momento de hablaros un poco de mi primo. En realidad, no nos habíamos visto hasta que ambos nos unimos a la causa de la Sagrada Cruz. Nuestros padres estaban enfrentados por cuestiones familiares perdidas en el tiempo, ya olvidadas por todos excepto por ellos mismos, pero como los dos éramos jóvenes y no teníamos rencores encadenados al pasado que pudieran envenenar nuestra relación, obviamos las magras rencillas de nuestros mayores y nos prometimos amistad eterna. Durante el día cabalgábamos juntos, legua tras legua, y por la noche, en el campamento, dormíamos bajo la misma manta tratando de hallar un poco de calor bajo las estrellas. Era entonces cuando, antes de quedarse dormido, con un timbre dulce y cálido,  hablaba de su hogar, de las más hermosas torres de la cristiandad, de los fértiles valles y los caudalosos ríos que regaban sus posesiones. Mi familia, empobrecida por la pésima gestión de mi padre y algún que otro rescate de batalla, se tenía que contentar con una miserable choza con empalizada que ni siquiera en un alarde de generosidad o puede que de locura se podía definir como castillo. Hacía tiempo que había asumido que mi futura herencia, al ser un séptimo hijo, sería un puñado de barro y paja. Las palabras de mi primo estimulaban mi imaginación y el anhelo de tener algo de lo que poder sentirme orgulloso, conquistado por la fuerza de mi brazo. Y de ahí, mi voluntad de ser el primero en asaltar las murallas por delante de él y puede que esa misma ambición fuera el motivo de nuestra última disputa. Ya no recuerdo por qué peleamos, si era por una copa de formas hermosas encontrada en las ruinas humeantes de una casa o por un puñado de monedas arrancadas de las tripas de un judío demasiado avaricioso. Ambos estábamos nerviosos, excitados por la batalla, todo a nuestro alrededor era un crepitar de llamas y gritos y el sonido del metal chocando con más metal. Y así, unas palabras demasiado acaloradas, desafiantes, teniendo como testigos a nuestros camaradas, hombres de armas como lo éramos nosotros mismos, llevaron a la necesidad, no, rectifico, a la obligación de encontrar una satisfacción. Yo no era ni más hábil, ni más fuerte que él, mis armas no eran mejores ni su filo era más afilado, sin embargo tuve de mi lado a la Divina Providencia. Y ella marcó la diferencia. Cuando me quise dar cuenta, su cuerpo ensangrentado estaba tirado en un charco oscuro, a mis pies.  Respirando con dificultad por el esfuerzo realizado me arrodille junto a lo que una vez fue una de mis personas más queridas y recé por su alma. Después, siguiendo un impulso, le corté la cabeza y la guardé en mi bolsa. Fue allí mismo, con su cuerpo aún caliente, cuando empezó a hablarme. Brujería, pensareis. O quizás que me había vuelto loco, ¿verdad? No, loco no. Y creedme cuando os digo que sé distinguir la brujería en cuanto la veo, no me miréis así, señor abad, que puedo leer vuestros pensamientos tan sólo con observar el gesto de vuestros labios. Esto era algo completamente diferente. Su voz era como un murmullo, como cuando se te mete agua en los oídos y parece que tienes el mar encerrado en tu cráneo. A veces podía encontrar un sentido a lo que decía, en otras, en cambio, solo era eso, un rumor, un conjunto de palabras unidas por una lógica que escapa a cualquier intento que pudiera hacer yo por aprehenderla. Pese a nuestra sangrienta disputa, el amor que había llegado a sentir por él seguía inalterable y me impuse la obligación de devolver sus restos a su hogar como era justicia y buen hacer en un cristiano. 

No os cansaré con el relato de mi viaje de vuelta. Solo diré que atravesé desiertos y bosques, el mar, colinas y campos estériles, montañas tan altas como las murallas del Paraíso, siempre caminando, siempre solo, excepto por los fantasmas con los que cargaba. Evitaba las  ciudades y los pueblos grandes, dormía a la intemperie y mi aspecto era el de un mendigo. Una jornada sucedía a la otra sin que nada las diferenciara excepto el terreno que pisaba al finalizar el día. A veces comía, algo de caza menor lo suficientemente estúpida como para caer en mis torpes trampas, o restos medio devorados por los osos y los lobos que podía encontrar en mitad de la floresta, pero las más de las ocasiones era el hambre lo que llenaba mi estómago, una espada clavada en mis entrañas que me impedía descansar o pensar sobre mi situación, y esto último era algo por lo que le estaba agradecido. Poco quedaba ya del orgulloso cruzado, del hijo del noble dispuesto a reconquistar Tierra Santa, sólo una cáscara vacía, piel y huesos sin nada que los sostuviera por dentro.

Estaba todavía lejos de mi país, puede que a un mes o más  de camino, en una tierra extraña, agreste y solitaria cuando la vi. Colgaba de un árbol de ramas fuertes y frondosas, de hojas verdes con forma  de cuchilla. El viento movía con suavidad  su cuerpo de carne desgastada como si danzara con ella al son de una música inaudible. Los pájaros habían devorado su rostro dejando apenas un trozo de piel gris cubriendo sus mejillas. Sus muñecas descarnadas estaban sujetas con un haz de hiedra. Pero su pelo, rojo como un atardecer de verano, seguía suave y fresco como lo había sido cuando estaba viva. Durante mi camino y antes de él, había visto muchos cadáveres. Hombres, mujeres y  niños y animales de todas las especies. A veces, durante el delirio del hambre, llegué a creer que el olor de la muerte emanaba de todas las cosas que me rodeaban, incluso de las rocas y el agua. acostumbrado a su presencia, nada de lo que viera podía apartarme del sendero que me había marcado. Y sin embargo, aquella vez, casi sin pensarlo, saqué mi cuchillo de su funda y encaramándome al árbol corté la cuerda que la sujetaba. Después, gasté la tarde cavando una tumba profunda y con toda la delicadeza que pude, la deposite en el fondo de la fosa, cortando, antes de cubrirla con la tierra, un mechón de sus cabellos rojos que guardé en un bolsillo de mi jubón.  De alguna parte llegó el aullido de un lobo y como estaba oscureciendo dirigí una oración rápida al Señor por el descanso de su alma y prometí que cuando llegara a mi país, depositaría una limosna en la casa del señor abad para que oficiara dos misas y dirigiera diez ave marías a la Dulce Madre. Esa misma noche, con la espalda apoyada en una roca, dormí un sueño ligero, sin pesadillas, del que desperté cuando los primeros copos de nieve empezaron a caer. Me arrebujé en mi capa y esperé desvelado a que llegara la mañana. Con las primeras luces vi que llegaba por el sendero un grupo de viajeros, eran media docena, los encabezaba un jinete cuyas armas, vestimenta y ademanes delataban un origen noble. Justo a su lado un monje de casucha gris montaba un mulo del mismo color y detrás de ellos el resto de la comitiva, un puñado de haraganes con armas de cazadores que sujetaban una traílla con tres sabuesos, grandes como caballos y de belfos sanguinolentos, que gruñeron al verme. El noble hizo un ademán y todos detuvieron su marcha. Sacudiéndome la nieve, me levante mostrando la cruz que tenía en mi jubón y decliné mi linaje, incluyendo el nombre de mi padre y de mi abuelo y mi país de origen. El noble acarició el cuello de su caballo, miró al monje, que se encogió de hombros con displicencia, y sacando una manzana de su bolsa me la arrojó.

- Tenéis aspecto de tener hambre, amigo y primo, alimentaros con esa manzana si lo deseáis. En esta tierra son un bien escaso. Y si deseáis algo más, mi bolsa es vuestra, si os place.

- Os lo agradezco, la comeré con gusto. Como podéis observar tengo pocas pertenencias pero si gustáis de algo hacédmelo saber para poder devolveros la cortesía. Hermosos perros los que os siguen. ¿Vais de caza, primo?

- Así es. Y me sorprende que me hagáis la pregunta. ¿No sabéis donde estáis?

- He andado mucho, casi siempre sin rumbo y los bosques son todos iguales.

- Entonces dejad que os ilustre sobre la tierra que holláis. Estas son las tierras del señor de Maury. Desde hace un tiempo un demonio con forma de lobo las está devastando, acosando a los campesinos y devorando a sus animales. El señor ha prometido la mano de su hija si alguien le entrega la cabeza de la bestia. Hasta ahora nadie ha podido cazarla pero como podéis ver esa es mi intención. Y yo no pienso fracasar. Antes de tres días, si el Señor me acompaña, la bestia estará muerta, su cabeza decorará un salón y yo habré conseguido esposa, una capa de piel de lobo para los días de invierno y tierras sobre las que ejercer mi voluntad para mayor gloria de mi familia.

- Es un noble cometido, mi señor. Os deseo que la fortuna os sea propicia.

- Supongo que tenéis experiencia en caza, primo. Durante el camino he perdido un par de hombres por unas fiebres  malignas y me vendría bien algún refuerzo que supiera montar y manejar una lanza. Y, además, si he de ser totalmente sincero, alguien con el que pudiera hablar de igual a igual. Uniros a mi compañía, por favor.

- Os agradezco de nuevo vuestra generosidad pero debo declinar vuestra oferta. Mi camino no es el mismo que el vuestro, mi señor. Os ruego que me perdonéis.

- Nada hay que perdonar. Que el Señor esté contigo.

Y con un gesto se pusieron en marcha y lentamente dejé de oír los cascos del caballo, los gruñidos de los perros y la conversación de los hombres mientras se alejaban por el sendero. Devoré la manzana y yo también me puse en camino.

Dos días más tarde de ese encuentro, volvía a estar cansado y hambriento. Había llovido durante la noche anterior y me sentía mareado y enfermo. Por eso al ver el castillo dejé a un lado mis reticencias a volver a tener contacto con mis semejantes y me arrastré como un pordiosero hasta su entrada. La tierra que lo rodeaba era llana y se extendía en todas las direcciones como un desierto baldío. Nada parecía crecer o prosperar en la zona de influencia de la fortaleza. Su empalizada estaba hecha de madera oscura y gastada, una puerta sin vigilancia, abierta de par en par daba entrada  a un patio en el que se levantaban unas cuadras, depósitos de grano y una miserable porqueriza. En el centro del recinto dominaba una torre hecha con el mismo material basto y sin trabajar con el que se había provisto a la empalizada. Allí, junto a la puerta de la torre, un anciano sentado en una silla daba de comer a unas gallinas escuálidas. Sus pobres vestimentas, que sin duda habían visto días mejores, estaban llenas de barro y manchas resecas. Su barba era cana y sus cabellos, también blancos, crecían en escasos matojos de un cráneo del color de la ceniza. Cuando me acerqué a él sus ojos me miraron bizqueantes, su boca se abrió con la sorpresa y se levanto con dificultad dejando caer la silla y espantando a las gallinas que se escaparon, asustadas, en todas las direcciones lanzando cloqueos de indignación.

- Hijo, hijo mío- susurró con la voz ronca por la emoción-. Has vuelto, por fin, has vuelto a casa.

 Me abrazó con fuerza, sus manos se agarraron a mis brazos con la desesperación de un naufrago.

-Todo el mundo decía que debía perder la esperanza pero yo sabía que un día volverías, que Nuestro Señor Jesucristo no podía dejarte morir en la tierra de los paganos, en algún desierto lejos de tu hogar.

- Mi señor, esperad un momento, estáis en un err…

Antes de que pudiera continuar el anciano se escabulló dando saltos de alegría en el interior del edificio, llamando a alguien por un nombre que no pude entender. Agotado, levanté la silla y me senté en ella dejando la bolsa a mis pies. Tres padrenuestros más tarde, el anciano salió acompañado de una joven de cabellos negros y piel pálida. Sus ojos grandes y oscuros se posaron en mí y me examinaron con un brillo de inteligencia que no dejaba de ser turbador. Cuando se sintió satisfecha de su examen, la dama se inclinó levemente y  después, incorporándose, me besó en la mejilla mientras me decía:

- Mi señor y amigo, sed bienvenido, os estábamos esperando. Os ruego que disculpéis  a mi padre, la ausencia de mi hermano ha nublado su entendimiento. No tengáis en cuenta sus palabras, si tenéis la bondad. Padre, acercaros, mirad, no es vuestro hijo el que tenéis delante.

- Nada hay que perdonar, mi señora. Entiendo el dolor y el efecto que tiene sobre las personas perder a quién más se ama. Vuestro padre, con su pena, es a mis ojos sólo menor a un santo. Pero hay una cosa... ¿Habéis dicho que me esperabais?

- Así es. Un joven caballero que os conoce y que se encontró con vos en el bosque hace dos jornadas nos comentó que seguramente vendrías a nuestro hogar.

Entonces, me fijé que atados en un rincón del patio estaban los mastines de la partida de caza y que junto a ellos dormitaban los siervos del joven noble.

- Si os place-continuó la dama-, os llevaré junto a vuestro amigo. Está en el interior, preparándose para la salida de mañana. ¿O quizás prefiráis descansar?

- Esta última opción es demasiado tentadora como para permitirme rechazarla, mi señora.

- Seguidme entonces. Padre, por favor, sentaros al calor del sol. Y taparos bien las piernas, no vayáis a coger frío.

Entramos en la torre. Junto al salón de banquetes una escalera de caracol llevaba a la zona superior del edificio. Seguí a la dama hasta el segundo piso. La habitación era sencilla. Una cama y un par de sillas, nada más. El suelo estaba cubierto por  paja fresca. Con un grito la dama espantó a un par de perros de aspecto enfermizo que dormían en una manta junto a la cama. Renuentes, salieron de la habitación no sin antes mirarme con desconfianza. La dama, sonriendo, me acercó una escudilla rebosante de agua y una esponja.

- Os sentiréis mucho mejor cuando os hayáis aseado, mi señor.

- Mi señora, vuestra generosidad es un recuerdo que me acompañará toda la vida.

- ¿Queréis que me encargue de vuestra bolsa?

No pude evitar apartar la bolsa con cierta brusquedad cuando ella extendió sus manos para asirla. A esas alturas, la cabeza de mi primo no era algo agradable de contemplar y por supuesto, pese a todos mis esfuerzos, que incluían una cantidad indecente de hierbas aromáticas, abrir la bolsa suponía sufrir el ataque de un espantoso hedor que hubiera hecho que la dulce dama se inclinara sobre su vientre para expulsar todo lo que hubiera comido esa mañana.

- No es necesario, mi señora- le indique inclinando la cabeza levemente a modo de disculpa-. Yo…  prefiero que la bolsa esté junto a mí. Lo que contiene me es demasiado querido como para perderlo de vista. No os ofendáis, os lo ruego.

- Mi señor,  no ha habido ofensa alguna. Os solicito que os unáis más tarde a nosotros, hemos preparado un banquete que sin duda será de vuestro gusto.

 Después de eso, sin añadir nada más, salió de la habitación dejándome solo con mis dudas. Me tumbé en la cama, hacía mucho tiempo desde la última vez que lo había hecho. Miré al techo, a las vigas de madera como el hijo del señor debió hacer cada noche desde el día en que nació.

Cuando desperté el sol empezaba a desaparecer en el horizonte. Salí al patio. Habían encendido algunas antorchas en los rincones más oscuros. La dama estaba en el centro, hablando con siete siervos que por su aspecto e indumentaria identifique como pastores aunque las lanzas que sujetaban y los pesados cuchillos que colgaban de sus cintos los hacía parecer más bien gente sin ley. La dama se volvió cuando me acerqué y me señaló a los hombres.

- Mi señor, les he explicado la situación. Son hombres fieles que aman a mi padre tanto como lo amo yo, si eso es posible. Para ellos siempre ha sido un señor justo y generoso. Y ahora en sus últimos días quieren devolver el bien que se les ha hecho. Os tratarán y obedecerán como lo hubieran hecho con mi propio hermano. Pero ahora vayamos a la torre, mi padre nos espera.

El banquete prometido era un puñado de gachas de avena, huevos y trozos de carne sobre pan duro como una roca. El señor del castillo comía con ganas, me sonreía y escupía con frecuencia al suelo. Un hilo de baba resbalaba por la comisura de sus labios. Su hija, solicita, se lo limpiaba con el mantel y él la recompensaba con un guiño de ojos y una pequeña palmada en el brazo. Yo comí en silencio, contestando con monosílabos a las preguntas que me formulaba el anciano, ávido de noticias de Tierra Santa. El joven noble, que me había saludado efusivamente al verme aparecer en el salón, masticaba su comida en silencio, perdido en pensamientos de caza, gloria y ambición. Los criados comían en un rincón, arrodillados en el suelo, sombras oscuras fundiéndose con más sombras. Podía notar cómo me miraban y  observé que no se habían dejado las armas en el exterior de la sala. No podía entender a qué venía su desconfianza, al fin y al cabo el joven noble y sus hombres habían sido invitados para poner fin a los desmanes que la bestia había provocado en su país. Más tarde, una vez acabado el festín, mientras el joven noble cotorreaba con la señora del castillo, yo jugué al ajedrez con el anciano. Pese  a que su mente parecía haberse debilitado con la edad, sus maneras con las fichas eran sumamente hábiles y con frecuencia me vi acorralado y más tarde derrotado sin que pudiera haber ofrecido mucha resistencia. Mientras volvíamos a colocar las fichas tras mi última derrota le pregunté al anciano por su hijo. El me miró con gran pena, sujetando un peón entre sus dedos temblorosos.

- Era mi alegría. Mi vida. Lo tuve con mi segunda mujer. Ella…también se fue. No recuerdo dónde. Era muy hermosa. Siempre olía a primavera. Ellas no se llevaban bien. Mi hija no la quería. ¿Dónde está ella? ¿Por qué desaparece la gente a la que amo?

- Mi señor, mi padre está muy cansado- dijo la dama tocándome un hombro-. Creo que ya habéis jugado bastante por hoy. Mañana os espera un día duro. Porque os uniréis a la partida de caza, ¿verdad?

El joven noble me hizo un gesto con la cabeza mientras una sonrisa torcida cruzaba su rostro.

- Creo que mi destino ya ha sido escrito, mi señora, y no precisamente por mí. Mañana cazaremos a la bestia que tanto os ha perjudicado.

Aquella noche mis sueños fueron terribles y oscuros. Me desperté de madrugada. Había voces que llegaban del patio. Me asomé a la ventana. El señor del castillo perseguía a unas gallinas, su cojera lo hacía trastabillar y caerse al barro, con dificultad se ponía de nuevo en pie, con la mugre chorreándole de los canos cabellos. Sus siervos, apoyados en la empalizada, reían cada vez que su señor resbalaba y alentaban sus esfuerzos con palmas y gritos de ánimo. Su hija estaba con ellos, uno de los hombres le pasaba un brazo por la cintura dejando descansar sus dedos sucios en sus caderas. Ella se apoyaba en él, mientras reían juntos. Me alejé de la ventana y sentándome en la cama traté de encontrar una explicación a lo que había visto pero los primeros rayos del sol atravesaron las cortinas sin que hubiera llegado a ninguna conclusión.

La mañana de la caza amaneció fría y gris, una niebla espesa como el aliento de un moribundo cubría las lindes del bosque y toda la tierra que alcanzara la vista. Ateridos de frío, nos envolvíamos en nuestros capotes, intentando controlar el castañeo de nuestros dientes. El joven noble, montando en su hermoso corcel bayo, sonreía mientras con una lanza daba instrucciones a sus hombres. Con un gesto, indicó que nos pusiéramos en camino. Formamos una línea con un hombre adelantado sujetando a los perros que ladraban excitados al sentir el aroma de la bestia en el aire que nos rodeaba. Apenas veíamos al compañero que teníamos al lado, eran sombras que se movían en la niebla, entre los árboles de ramas secas. A veces se oía una maldición, otras el sordo golpeo de una lanza contra un escudo, y el relincho de un caballo y las oraciones del cura de la compañía y todo junto era como un sueño, como una escena irreal de la que no podía despertar.

- Allí, allí está el lobo. –gritó uno de los hombres del castillo señalando hacia un retazo del bosque que se veía enmarañado y oscuro.

          Y hacia allí fuimos, entrando en la floresta, abriéndonos paso en la selva, persiguiendo una sombra. Pronto nos separamos, cada uno por su lado, perdidos en la oscuridad. Nos llamamos a gritos pero el bosque confundía los sonidos multiplicándolos hasta  que poco a poco las voces que me llegaban se convirtieron en un rumor lejano e ininteligible. Agotado, me apoyé en un árbol y fui consciente de mi soledad. Obedeciendo a un impulso, a una voz que me susurró al oído,  saqué el mechón de cabello de la dama ahorcada del bolsillo donde la había guardado  y lo sujete entre los dedos. Entonces, un gruñido quebró el silencio. Lentamente, me di la vuelta para hacer frente al lobo. Era una bestia enorme,  de pelo oscuro como la noche apelmazado por sangre seca y vísceras a medio devorar, dientes como cuchillos de carnicero orlaban sus fauces abiertas y rojas. Sus patas traseras se apoyaron en el suelo dispuesto a saltar, yo sujete mi lanza esperando, vamos, bestia, vamos. No tenía miedo. En el fondo sentía que  era lo que había estado  buscando durante mucho tiempo, una muerte digna, luchando contra un enemigo de Dios, mucho mejor que morir en un camino de hambre y de frío y ser pasto del olvido y el tiempo. Y entonces la bestia posó sus ojos amarillos en el mechón que aún sujetaba entre los dedos y agachando la cerviz se tumbo en el suelo apoyando el hocico en el suelo mientras un agudo gemido de dolor brotaba de su garganta. Entonces vi el collar de color verde  que rodeaba su cuello, y los mechones rojos que colgaban de él como cintas ornamentales. Me acerqué a la bestia, aún sujetando la lanza con fuerza, atento a cualquier movimiento que pudiera hacer. Cuando lo vi mejor me da cuenta de que no era un lobo. Era un perro, enorme y fiero sin duda, pero un perro al fin y al cabo como los que me habían acompañado toda mi vida. Lentamente acerqué mi mano a su cabeza y acaricié su pelo espeso. Sus ojos me observaron durante unos instantes hasta que algo apareció en el claro quebrando ramas y pisoteando el suelo embarrado. El animal se levanto y con una velocidad pasmosa se perdió de nuevo en la niebla. Yo me volví hacia lo que había provocado su huida. Era el caballo del joven noble. Su dueño lo montaba. Y cuando paso a mi lado sin detenerse me fijé que había perdido el brazo derecho a la altura del hombro y alguien había cortado su garganta profundizando hasta el hueso. Sus ojos, aún abiertos miraban hacia ninguna parte mientras el caballo seguía su rumbo siguiendo el mismo camino que había tomado el perro, aún persiguiendo a su presa, despareciendo  en la espesura. Entonces se hizo el silencio de nuevo en el bosque, podía oír mi propia respiración. Era un silencio antinatural, sabía que alguien me observaba, que estaba esperando que me moviera. Mis ojos escudriñaron la niebla sin ver nada. Un silbido, luego otro respondiendo, y pasos acercándose a mi posición. "Falta el cruzado, el que lleva la bolsa", susurró una voz. "Silencio”, contestó otra a mi izquierda, “puede estar por aquí, esta niebla... Formad una línea. Y recordad, lo que haya en la bolsa para la señora". Empecé a correr alejándome de las voces. Cuando escucharon mis pasos pude oír sus gritos llamándose unos a otros y el sonido de sus pasos acercándose  a la carrera. Jabalinas volaron en la niebla, rasgándola con sus siseos, clavándose en árboles, astillando la madera. Estaba agotado, sabía que pronto me atraparían, como a una bestia salvaje,  las ramas bajas y las zarzas me rasgaron el rostro y las manos mientras me abría paso con la fuerza que da la desesperación. De repente, el terreno que había bajo mis pies desapareció y caí al vacio y la oscuridad.

Desperté en una zanja.  Lo primero que vi fue el rostro del sacerdote de la compañía del joven noble.  Sus ojos muertos miraban al cielo estrellado, su frente rota en un millar de astillas por el golpe de una maza. A mí alrededor, ocupando toda la zanja había una multitud de cuerpos, unos encima de otros, con sus miembros desnudos y fríos. El hedor era espantoso, podía sentir los gusanos devorar la piel de los muertos y  a las moscas volar a mi alrededor como un coro de ángeles perdidos. Mis dedos se agarraron a la tierra húmeda, el cielo brillaba en lo alto, tan lejano e inalcanzable como el Paraíso, mis pies se apoyaron en las costillas del sacerdote  y me impulse intentado alcanzar el borde del foso pero estaba demasiado débil, y sólo pude gemir y maldecir mi fortuna. Entonces, vi que entre los cadáveres se movía una sombra cubierta por un manto oscuro y una capucha. Movía los brazos y las piernas de los muertos mientras cantaban suavemente una tonada que no pude distinguir. De repente, alzó su rostro y al mirarme una sonrisa rajó la espectral palidez de su rostro. Después alzó un dedo largo y seco como la rama de un árbol muerto, y se lo llevó a los labios pidiendo silencio. No me acuerdo si grité, lloré o me arrodillé pidiendo clemencia, sólo recuerdo que sacando fuerzas de donde ya no había me incorporé y agarrándome a raíces y piedras afiladas, con mis músculos al borde de la rendición, conseguí salir del pozo y cuando mi cuerpo cayó en la nieve di gracias a Dios y todos los santos por haberme permitido salvar mi miserable vida. Me arrastré lentamente, adentrándome en el bosque, al otro lado de la escasa floresta podía ver la sombre del castillo. Sólo entonces fui consciente de que había perdido mi bolsa. Quizás fue en mi huida atravesando el bosque. Esa falta me obligaba ahora a repararla pese a que todo mi cuerpo gritaba para que me alejara de ese lugar impío y maldito a los ojos de Dios. Sabía que la bolsa estaba en el castillo. Sabía que la tenía ella. Y sabía que no podía dejarla atrás. Entonces, iluminado por la luna, vi al perro, esperándome sentado junto a una roca. Al acercarme, se levantó y gruñendo se acercó hasta un claro en el bosque. Allí, cubierta por un manto de ramas secas, había una puerta y junto a ella una antorcha y yesca. Abrí la puerta e iluminándome con la antorcha seguí al animal que parecía saber muy bien adónde iba. Avanzamos durante lo que me parecieron horas hasta una nueva puerta. El perro arañó con sus patas la madera, en ella se veían marcadas las huellas de que lo había hecho muy a menudo durante las últimas semanas. Con una mano aparté el enorme cuello peludo y empujé la puerta rezando para que las bisagras no hicieran mucho ruido. La puerta daba a una sala decorada con tapices y alfombras rojas. Junto a un espejo de cuerpo entero había una manta que el perro olisqueó con lo que me pareció cierta nostalgia. Me miré en el espejo. No pude reconocer al muchacho que partió a las cruzadas en el hombre pálido y tembloroso que me contemplaba desde la superficie bruñida. Agotado por el esfuerzo de las últimas horas me senté en una silla y dejé que mi cabeza descansara en mis manos. El perro se acercó y me lamió, su lengua áspera y húmeda me resultaba casi reconfortante. Salí de la habitación sin saber muy bien lo que iba a hacer. En el salón, dormían los guardas, sobre la mesa restos de botellas y las ropas de la compañía de cazadores del joven noble, parecía que se hubieran repartido su despojos y ahora dormían su borrachera. Cerré la puerta lentamente y la atranque con un madero, después ascendí las escaleras hasta el dormitorio principal. El señor dormía en el suelo, sus miembros se agitaban por un sueño y sus manos y pies estaban atados por haces de hiedra verde. Sobre la cama estaba ella. De alguna grieta del techo, un rayo de luna llena atravesaba la estancia y se derramaba por su níveo rostro y bañaba sus cabellos negros como el ala de un cuervo. Fue verla y saber que nunca podría dañar tal belleza, me senté junto a su cuerpo y mi peso sobre el colchón la despertó. Sus ojos se abrieron y me miraron alertas, desafiantes, quizás tratando de decidir si era una pesadilla pero cuando notó el frío de la noche, escuchó los ruidos que provenían de las caballerizas y olió el aroma que el pesado pelaje del perro había dejado en mis ropas, supo que estaba despierta y su expresión cambió, se dulcificó, su boca se entreabrió, tentadora y vi la nívea pureza de sus dientes pero un olor a manzanas marchitas manchaba su aliento. Mi gesto de asco modificó sus rasgos que se contrajeron en una mueca de odio infinito.

- ¿No vais a decir nada? Ni siquiera intentar que os tenga clemencia.-ella siguió en silencio mirándome sin apartar la vista, orgullosa, terriblemente hermosa.- Supongo que no. La mujer que está colgada en el bosque, ella... Es la dueña del perro, del monstruo, ¿verdad? ¿Era vuestra madrasta? Decidme al menos eso. Calláis. Pero ¿a cuantos habéis engañado con vuestra voz de sirena? ¿ A cuanta gente habéis atraído hasta vuestra trampa?  ¿Cuantos jóvenes tontos hay en esa fosa? Demasiados, incluso para vos y vuestros perros. Debería degollaros, no me costaría nada y no sería la primera vez que  lo hago. No sabéis quien he sido, ni lo que he hecho, ni lo que os haría ahora si me dejara llevar. Pero no puedo haceros daño. Me habéis hechizado, sin duda, no hay otra explicación.

Me levanté de la cama sin decir nada más y abrí la puerta. El perro entró en la habitación, vio a la Dama y un profundo gruñido brotó de su garganta, como si fuera algo que hubiera estado esperando mucho tiempo. Ella me miró durante unos segundos y después escupió al suelo. Salí de la habitación y cerré la puerta a mis espaldas. Después, acumulé toda la paja y la madera que pude conseguir al pie de la torre y le prendí fuego. Escogí un caballo de los establos y armas y una cota de malla y un escudo y otros aperos de un montón que había olvidados junto a las porquerizas. Supuse que a sus dueños no les importaba ya.  Allí encontré también mi bolsa, arrojada a un lado y junto a ella el cráneo de mi primo. Con delicadeza, lo guarde dentro sintiendo al hacerlo que le mundo volvía a estar en orden. Y, por fin, haciendo oídos sordos a los gritos que llegaban de la torre en llamas me alejé de allí y no dejé de cabalgar hasta que el sol apareció en el horizonte. Y esa es mi historia, señores."

Cuando el Caballero terminó de hablar, el Mercader le alcanzó un vaso de vino que el Caballero agradeció con una inclinación de cabeza y vació de un solo trago.

- Perdonad, si os pregunto- dijo el Mercader-. Pero, ¿esa bolsa que descansa a vuestro lado… es la de la historia?

- Sí, aún no he podido cumplir mi promesa. Hemos vagado mucho mi primo y yo, numerosos caminos hemos hollado sin que ninguno nos llevara a nuestro hogar. Y ya no sé si alguno de ellos lo hará algún día.

- Sin duda, grandes eran los pecados de esa gente- musitó el Conde quizá pensando en su propios pecados-. Y poca es la clemencia que merecían pero aún así dejar a una mujer con la bestia que nos habéis descrito no sé si fue lo más correcto.

- Cierto-le apoyó el Abad-. Deberíais haber dejado que la justicia divina, que sin duda siempre es justa y tarde o temprano acaba por castigar al culpable hubiera hecho su parte en esta historia.

- Habláis por hablar, señores. Es mi historia, mis actos. ¿Y qué sabrán sus señorías sobre la justicia? Además ella no murió. ¿Os sorprende? No, no lo hizo, sobrevivió al fuego y a la bestia y   a Dios sabe que más. Lo supe hace diez años. Cuando empecé a oír en tabernas muy parecidas a esta y en  chozas en mitad del bosque y en las plazas de las ciudades historias sobre lobos y madrastras malvadas y manzanas envenenadas. Pregunté tratando de hallar el origen de todos esos relatos hasta que me hablaron de una viuda que ocultaba su rostro tras un velo. Un rostro lleno de cicatrices horribles y quemaduras mal curadas. Así que, mis señores, si me disculpáis me voy a dormir. Creo que estoy un poco borracho. Y sin duda creo que el cuento que va a contar nuestra viuda a continuación ya lo he oído otras veces y me lo sé de memoria. Que pasen una agradable velada, señores. Demasiado vino, eso es lo que pasa.

Y con paso dubitativo el caballero se encaminó hacia las escaleras sujetando la bolsa con una mano. Permanecimos unos instantes en silencio mirando a la Viuda, su pecho subía y bajaba y el pulso de su cuello golpeaba su piel como un tambor.

- Como ha dicho el caballero es mi turno. Así que comenzaré mi historia, si nadie tiene nada que añadir.

Permanecimos en silencio y dejamos que empezara  a hablar.

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